miércoles, 30 de agosto de 2023

Guillermo el Conquistador y las herramientas para el amor


Guillermo el Conquistador (cuyos antecedentes se pueden consultar aquí) no se dio cuenta cuando se volvió tan aficionado a las ferreterías. O mejor, a ESA ferretería. Tampoco era consciente de cuáles razones generaban la necesidad de comprar herramientas. Pero una semana después de los tornillos para ajustar la estantería cambió de martillo. Y a la semana siguiente sintió la compulsión de adquirir destornillador nuevo. Algo en su interior lo obligaba a conseguir, cada tercer día, dotación para un taller inexistente.

Serrucho, sierras, tenazas, alicates, manguera, tuercas, maza, clavo de acero, clavo de hierro, broca, taladro manual. Prácticamente todo el surtido de la ferretería se arrumaba, sin desempacar, en el apartamento de Guillermo. Era el momento de enfrentarlo. Algo distinto lo atraía hacia ese local.

Retrocediendo en el tiempo encontró, sin mayor esfuerzo, su motivación. Realmente siempre lo supo, solo que, ante la sucesión de experiencias desastre (insisto en la importancia de consultar antecedentes) no quería reconocerlo. Pero sí, era ella. La sonriente (y de momento sin apellido) Patricia.  

Lo de Patricia era información pública, publicada en el gafete que llevaban en la parte izquierda del pecho todos los empleados del negocio. La diferencia estaba en el tono, en el comportamiento, en cierta familiaridad que iba más allá de la cortesía de los vendedores de mostrador. Por alguna razón, Patricia lo hizo sentir especial. A él. 

Así que solo se trataba de dar el siguiente paso y montar el operativo para promover el encuentro en un  escenario diferente. Fácil de decir, cierto, pero repleto de obstáculos operativos a la hora de ejecutar.  Básicamente porque en esa ferretería, independientemente de su tamaño, no parecía haber espacios para una conversación íntima. Al parecer una tienda (de formato hiper) donde venden materiales de construcción e implementos de trabajo no incluye áreas para conversaciones privadas entre clientes y dependientes. Así que todo intento de conversación terminaba interrumpido por otro vendedor, otro cliente, un administrador o todos los anteriores lo cual, en la práctica, llevaba a alguna compra por parte de Guillermo.

El balance entre logros e intentos era realmente muy pobre, pero ella ya lo llamaba por su nombre. Don Guillermo, para ser precisos. También era evidente que trataba siempre de atenderlo de forma prioritaria. Aunque cabe anotar que, no importa lo ocupada que estuviera, él esperaba antes de iniciar su intento de conversación que, inexorablemente, concluía en otra adquisición.  

Como a estas alturas el asunto iba en algún punto entre improductivo y patético, y que el bolsillo de Guillermo ya rebasaba peligrosamente sus cupos de tarjetas y demás mecanismos de financiamiento, era el momento para los actos heroicos. Así que después de otra gran compra el hombre se retiró a sus cuarteles (léase casa), donde planificó, acción por acción, palabra por palabra, el que sería el asalto final.

Ese día, al volver, el hombre se sentó encima de la caja de madera a reflexionar. Pensó en el administrador quien, además de ofrecerle todas las ventajas del programa de fidelización a “uno de nuestros mejores clientes”, le comentó que Patricia ya no podía atenderlo, pues por sus excelentes ventas había sido trasladada al corporativo. Pensó en el comentario en tono de lamento del administrador al perder a su vendedora más productiva, quien conectaba como nadie con todos los clientes.

Pero, sobre todo, Guillermo pensó en esa monstruosa caja que le servía de asiento, que ni siquiera cupo en el ascensor y tocó dejar en el garaje mientras el vigilante lo miraba con cara de se enloqueció este tipo.  Era el momento adecuado para la pregunta ¿Y ahora yo qué carajos hago con esta motobomba?  

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