lunes, 22 de septiembre de 2008

Atrapado en peleas ajenas

Delio había ido a tomarse unos tragos con sus compañeros de oficina. Horas antes, la empresa de abogados donde trabajaba cerraba una exitosa jornada semanal. Nicolás y Sandra, novios y colegas le plantearon a varios compañeros, (incluido Delio) la posibilidad de un epílogo etílico a la semana.
Así que se fueron de taberna, donde poco a poco el grupo se redujo a Nicolás, Sandra y Delio. Este último, consciente de ser un tercero en discordia, estaba preparando su salida cuando Sandra, en tono confidente, aprovechó una ida de Nicolás al baño para informar que a tres mesas de distancia estaba Alfredo, padre de su hijo.
La joven abogada educaba un pequeño fruto de cierto desliz de juventud con aquel tipo que estaba ahí “con otra víctima”. Aunque ya habían pasado 10 años, prefería verlo únicamente en el juzgado de menores. Además Nicolás, obviamente, no tenía ni idea de quien era el vecino de mesa. Pero como Delio carecía de intereses específicos, se le podía contar la historia.
Delio buscó con la mirada al padre irresponsable y lo ubicó fácilmente, porque estaban él, la “otra víctima” y una mujer de pie que manoteaba, y hablaba cada vez más fuerte. Claramente se oyó que estaba haciéndole reclamos por no pagar oportunamente su pensión de alimentos, o algo así.
El coro a dos voces se hizo notorio para todo el establecimiento. Un momento, ¿cual coro? Delio se dio cuenta que Sandra, impulsada por una mezcla de indignidad, tragos e instintos maternales se había unido a los reclamos de Rosa. Rosa era la mujer que manoteaba, y todo parecía indicar que también había parido un hijo de Alfredo.
En medio de las recriminaciones mutuas faltaba un conciliador, papel que asumió Nicolás a su retorno del baño. Se acercó al grupo, pidió silencio, sugirió conversar e invitó a todos a la mesa grande.
Se sentaron tan rápido que Delio quedó literalmente atrapado en la mitad. A estas alturas, Rosa y Sandra iniciaron tremenda discusión entre ellas. El padre de los hijos de ambas, Alfredo, trataba de calmarlas. Tina, la compañera ocasional de Alfredo (la otra víctima), empezó a llorar de manera histérica. Nicolás pasó de conciliar a gritar, a ver si alguien le hacía caso.
La pregunta no era sobre lo que estaba pasando, ni si era grave o no. El único interrogante que cruzaba por la mente de Delio María tenía cuatro simples palabras:
¿Qué hago yo aquí?

lunes, 15 de septiembre de 2008

Tribulaciones de un vampiro retirado

Andrés ha pasado los últimos tres años de su vida supervisando el turno de 10 a 6 de una fábrica de piezas para taladros. El turno de 10 de la noche a seis de la mañana. Un día el gerente se compadeció y lo trasladó de nuevo al mundo de los vivos. Y si no fuera por el reloj biológico, la vida sería un paraíso.
El cuento es que Andrés pasó 36 meses compartiendo horario con Drácula, y terminó por acostumbrarse a vivir como vampiro, durmiendo de día y trabajando de noche. Y ahora que anda en plan de resurrección, la cosa no es tan fácil.
Primero, de noche no se duerme ni a palo. Y lo ha ensayado todo. Leche caliente en cantidades industriales (lo que lo ha hecho retornar a su más tierna infancia, aunque en la parte menos tierna); 20 mil 247 ovejas contadas desde el momento en que cerró los ojos hasta que sonó el despertador indicando las seis de la mañana. Posiciones fetales, estiradas, boca arriba, boca abajo y hasta boca jarro. Lectura de 42 discursos presidenciales y un libro completa de economía (y amaneció otra vez). Ducha caliente, ducha tibia, ducha fría, ducha helada. Comida ligera, comida ultra ligera, no comida. Ejercicio ligero, ejercicio fuerte, dolores musculares, tronchaduras.
Pero nada. El sueño no llega. Bueno, sí llega, con una puntualidad asombrosa. a las 6 de la mañana. Cuando Andrés debe levantarse para ir al trabajo.
Ahí es la segunda parte de la batalla. De noche es dormirse, de día es no dormirse. Entonces viene el hielo detrás de las orejas. El consumo desaforado de tinto doble en pocillo grande. Los heroicos esfuerzos por mantener los ojos abiertos, frente a la imagen titilante e hipnotizadora del monitor del computador. Los titánicos intentos de no dejarse fundir en plena reunión de empleados, durante el interminable discurso motivacional del gerente. Y apenas es mediodía.
Después del almuerzo la situación ya no es heroica ni titánica. Es una verdadera epopeya. Los brazos pesan como si llevara un yunque a cada lado. Cualquier objeto en posición horizontal se convierte en una seductora almohada que lanza sutiles insinuaciones de "Andrés, ven a mí". Y, para rematar, a jefe de sección se le ocurre convocar un comité de esos largos, tediosos y profundos.
Un garrafal consumo de tinto, combinado con calistenia en el puesto, y unos cuantos baños de agua fría le permiten al valiente Andrés, y terminar el día. Durante su viaje de regreso en bus demuestra que no sólo los caballos duermen de pie.
Arrastrándose (porque decirle caminar a esos sería subirlo de categoría) Llega a su habitación. Lentamente y en medio de largos bostezos se despoja de la ropa y se coloca la piyama. Cumple con ciertas diligencias de carácter estrictamente personal en el cuartico del fondo y se arrastra como serpiente embarazada entre las cobijas.
Justo en ese momento, se le quita el sueño.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Crónica de un regalo fracasado

Germán no se ha preocupado por perpetuar la especie, porque de eso se encargaron sus hermanas y hermanos. Dios no le dio hijos pero el Diablo lo llenó de sobrinos.
El manual de funciones de tío incluye los regalos de Navidad. Son como 10 los parientes y parientas que aún no han sobrepasado la barrera de los 12 años, por lo que aún clasifican como niños. Germán no se complica. Busca obsequios genéricos catalogados por grupos de edad.
Ese año había encontrado los ideales. Para ellas, unas hermosas mariposas de plástico a pilas que realizaban graciosos movimientos y, en último caso, clasificaban como material decorativo. Para ellos, unos vaqueros articulados cuyas armas eran pequeñas linternas. Bueno, bonito y barato. Y ahí estaban, en primer plano al lado del árbol, con sus respectivas tarjetas.
Los consentidos de la familia eran el pequeño N y la pequeña C, y el patán de la estirpe era el malcriado J. El padrino de C tiene mucha plata y deseos de que los demás se enteren. Así que la noche de Navidad el hombre se apareció con zipote carro eléctrico. C lo contempló maravillada, sin saber que hacer con él. En cambio N sí sabía, y por eso se adueñó del vehículo y empezó a recorrer la sala.
Es bien sabido que la primera palabra que aprenden y comprenden a cabalidad los niños comienza por M de mamá. La segunda –y a veces la primera– empieza por M de mío. El uso abusivo de su propiedad despertó un enérgico reclamo de C en su idioma, es decir, llorando. O mejor, berreando a grito herido.
Ahí es cuando J entró al rescate, quitó a N del carro y en vez de devolvérselo a su hermana menor, optó por hacerle el mismo una prueba. El coro lacrimógeno creció con los chillidos de N, lo que obligó a la intervención de la autoridad competente: los padres. J salió del carro, J inició su propio recital de alaridos.
Los niños son solidarios. El trío recibió pronto apoyo de sus contemporáneos y la sala se llenó de llantos infantiles. El instinto maternal pasó al contraataque con las primeras armas a la mano; es decir, los primeros regalos a la mano; es decir, los de Germán.
C ni siquiera abrió su mariposa. N, furioso por haber sido desalojado del carro, tiró su vaquero al piso con rabia. J lo miró, miró el carro y tras hacer una rápida comparación dejó de lado al muñeco. Ahí está todavía. Cada pequeño que recibía el regalo conjugaba en medio de sus lágrimas el verbo tirar, botar, despreciar, romper o ignorar.
Desde entonces, cada año, sin importar edad o sexo, los sobrinos de Germán reciben de este una pelota de plástico.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Vejez no, experiencia.

La mala noticia es que los años no vienen solos. Que todo aquello que veíamos lejano e improbable en nuestra adolescencia y nuestros veintes, es una realidad en nuestros treintas y cuarentas. La buena noticia es que los años no vienen solos. Vienen con eufemismos. (Paréntesis idiomático: Eufemismos: modos de expresar con suavidad o decoro ciertas ideas).
Mientras el calendario se aleja peligrosamente de la partida de bautismo, las cosas empiezan a cambiar de nombre. Lo que antes era energía, se convierte en afanes innecesarios, y por primera vez en la vida comenzamos a tomarnos en serio aquello de “el que menos corre vuela”.
En realidad el que menos corre es por que se cansa más rápido. Pero la versión oficial es que con los años, hemos aprendido a “dosificar energías”. Lo mismo con la dieta. El hecho de que cualquier plato de frijoles nos pase cuenta de cobro, que los lácteos hayan conformado un comando digestivo-terrorista y que repetir plato sea un acto suicida no es un problema, sino que “con los años, uno pule su dieta”.
Como la última parranda - insistimos en lo de última - nos dejó un guayabo de una semana pese a que nos acostamos a las doce, la cama empieza a llamarnos seductoramente a las 9 p.m. Hemos descubierto “el gusto de pasar la noche en el hogar”.
Nuestros hijos, que monopolizaron el equipo de sonido, escuchan todo el día música que no entendemos, no nos gusta y no...nosotros pagamos. Si queremos escuchar algo, la única posibilidad es un viejo tocadiscos que está arrumado en la despensa. Eso se llama “gusto por los clásicos”.
Un día cualquiera vamos a salir a la esquina. Entonces nos damos cuenta que para esa, o para cualquier otra salida, tenemos que vestirnos, afeitarnos, echar al bolsillo llaves, billeteras, documentos, tarjetas débito y crédito, monedas sencillas, paraguas y agenda. ¿Nos volvimos complicados? No. “Previsivos”.
Y un domingo por la mañana, nuestra hija adolescente se negará a engrosar el paseo familiar. Trataremos de hablar con ella, primero en tono paternal, y luego en ¡TONO PATERNAL!, con frases y argumentos tomados de nuestro pasado, cuando fue nuestra madre, o nuestro padre, el que nos enfrentó en una situación similar.
¿Falta de originalidad?
No, respeto por las enseñanzas del abuelo.