martes, 20 de septiembre de 2016

Cuando los cómics se llamaban historietas

Pasé una buena parte de mi infancia, juventud, edad adulta y la semana pasada leyendo historietas. Cómics, les dicen ahora. La buena noticia es que cierta biblioteca de Bogotá abrió una sala especializada.  Lo curioso es que tanto la sala como su oferta cultural están rodeados de ese ambiente intelectual, postmoderno, alternativo y demás palabrejas que usan los barbudos de tatuajes y las chicas de pelo multicolor y tatuajes. La decoración, las portadas, incluso la pinta de los bibliotecarios evocan esa industria para niños grandes en la que se han convertido el cómic y sus derivados.

El consumidor actual de literatura gráfica dispone de tiendas sofisticadas, donde se comercializan diferentes modalidades de entretenimiento. Juegos, disfraces, esculturas. Reproducciones tamaño natural de armas y otros artefactos extraídos del mundo de la fantasía. Son negocios pensados para personas con alto poder adquisitivo e ínfulas de especialista que construyen sofisticadas colecciones, mantienen el producto en su empaque original, hablan de tendencias y autores… y miran feo a Condorito.

El pajarraco de Pelotillehue es el único sobreviviente de los tiempos de mi infancia, cuando el asunto era radicalmente diferente. Las historietas formaban parte de la canasta familiar. Compartían mostrador y góndola con productos de uso diario en supermercados, tiendas y ventas informales. Competían en precio con gaseosas, empanadas, papas de paquete y demás gastos de niño… porque eran para niños.

El usuario de historietas las compraba y las leía desde la portada a la última página donde estaban los avisos de Charles Atlas y los cursos por correspondencia.  Pero la vida útil de la publicación no terminaba ahí. Existía un mercado secundario enorme. Eran intercambiables. Con los amigos, con los compañeros de colegio, con los vecinos. Algún día alguna persona convirtió ese intercambio en negocio. En negocio de barrio. Por el pago de una pequeña cuota –cuyo valor era mucho menor que el de una historieta nueva– se podía revisar una abundante existencia de publicaciones de segunda mano y cambiarla por la que uno llevara. Y por otra suma igualmente módica uno podía pasar tardes enteras leyendo las existencias del negocio. Algunos mutaron definitivamente a esta modalidad y empastaron en gruesos tomos la colección disponible.

Otra opción era la sección de revistas de los supermercados, adonde se podía hacer la escala cultural mientras mamá hacía mercado. Hasta que pusieron el letrero de “Favor no leer revistas”. Funcionó. Todos leían el letrero antes de leer las historietas.

Dicen los que conocen la historia que la extinción de este mundo feliz comenzó con una decisión estatal que subió los costos de producción. Durante un tiempo los impresores contraatacaron reduciendo a  la mitad el tamaño de las publicaciones, pero finalmente perdieron la batalla. Condorito sobrevivió porque pertenecía a otra categoría.

Y al mismo tiempo surgían nuevas opciones de entretenimiento como los  juegos de videos. La televisión se volvió a color y el cine invadió los hogares vía betamax y VHS.  Si se suman todos esos elementos a la desaparición de la materia prima, es fácil entender porque los negocios de intercambio y alquiler desaparecieron.

Es por eso que hoy en día la gente conoce los personajes de cómic porque salen en el cine y en la televisión. En cambio los personajes de historietas eran famosos y conocidos porque salían en las… historietas.