Pasé una buena parte de mi infancia, juventud, edad adulta y
la semana pasada leyendo historietas. Cómics, les dicen ahora. La buena noticia
es que cierta biblioteca de Bogotá abrió una sala especializada. Lo curioso es que tanto la sala como su
oferta cultural están rodeados de ese ambiente intelectual, postmoderno,
alternativo y demás palabrejas que usan los barbudos de tatuajes y las chicas
de pelo multicolor y tatuajes. La decoración, las portadas, incluso la pinta de
los bibliotecarios evocan esa industria para niños grandes en la que se han
convertido el cómic y sus derivados.
El consumidor actual de literatura gráfica dispone de
tiendas sofisticadas, donde se comercializan diferentes modalidades de
entretenimiento. Juegos, disfraces, esculturas. Reproducciones tamaño natural
de armas y otros artefactos extraídos del mundo de la fantasía. Son negocios
pensados para personas con alto poder adquisitivo e ínfulas de especialista que
construyen sofisticadas colecciones, mantienen el producto en su empaque
original, hablan de tendencias y autores… y miran feo a Condorito.
El pajarraco de Pelotillehue es el único sobreviviente de
los tiempos de mi infancia, cuando el asunto era radicalmente diferente. Las
historietas formaban parte de la canasta familiar. Compartían mostrador y
góndola con productos de uso diario en supermercados, tiendas y ventas
informales. Competían en precio con gaseosas, empanadas, papas de paquete y
demás gastos de niño… porque eran para niños.
El usuario de historietas las compraba y las leía desde la
portada a la última página donde estaban los avisos de Charles Atlas y los
cursos por correspondencia. Pero la vida
útil de la publicación no terminaba ahí. Existía un mercado secundario enorme.
Eran intercambiables. Con los amigos, con los compañeros de colegio, con los
vecinos. Algún día alguna persona convirtió ese intercambio en negocio. En
negocio de barrio. Por el pago de una pequeña cuota –cuyo valor era mucho menor
que el de una historieta nueva– se podía revisar una abundante existencia de
publicaciones de segunda mano y cambiarla por la que uno llevara. Y por otra
suma igualmente módica uno podía pasar tardes enteras leyendo las existencias
del negocio. Algunos mutaron definitivamente a esta modalidad y empastaron en
gruesos tomos la colección disponible.
Otra opción era la sección de revistas de los supermercados,
adonde se podía hacer la escala cultural mientras mamá hacía mercado. Hasta que
pusieron el letrero de “Favor no leer revistas”. Funcionó. Todos leían el
letrero antes de leer las historietas.
Dicen los que conocen la historia que la extinción de este mundo
feliz comenzó con una decisión estatal que subió los costos de producción.
Durante un tiempo los impresores contraatacaron reduciendo a la mitad el tamaño de las publicaciones, pero
finalmente perdieron la batalla. Condorito sobrevivió porque pertenecía a otra
categoría.
Y al mismo tiempo surgían nuevas opciones de entretenimiento
como los juegos de videos. La televisión
se volvió a color y el cine invadió los hogares vía betamax y VHS. Si se suman todos esos elementos a la
desaparición de la materia prima, es fácil entender porque los negocios de
intercambio y alquiler desaparecieron.
Es por eso que hoy en día la gente conoce los personajes de
cómic porque salen en el cine y en la televisión. En cambio los personajes de
historietas eran famosos y conocidos porque salían en las… historietas.