martes, 12 de abril de 2016

Historias de películas lejos de casa. Las buenas noticias


Años atrás, ir a cine era uno de los mejores programas. Al traspasar el umbral de la sala, solo o acompañado, la realidad desaparecía durante tres horas mientras el asistente se sumergía en un mundo de sueños, de aventuras, de humor, de romance. Era un ambiente diseñado para establecer la relación ideal con la historia en pantalla. Oscuro, silencioso y personal.

Ah, y muy barato. Durante mucho tiempo estuvo sometido a control de precios. Esto significa que el gobierno de turno definía el precio de la boleta. La memoria de quien escribe esto (modelo 62) recuerda entradas de 5.50  (sí, cinco pesos con cincuenta centavos) que tuvieron un alza “escandalosa” a 6.60.

Igual que ahora, los teatros contaban con ventas internas de pasabocas, a precios ubicados en algún punto entre caros, especulativos y abusivos. Pero no había problema. Un personaje infaltable en la puerta de los teatros era el puesto de dulces que le montaba  competencia a la tienda interna.  Todos “sabíamos” que ese era más barato que comprar  adentro. Ahora que lo pienso, no recuerdo nunca haber comparado precios, o alguna investigación que sustentara dicha afirmación. Pero lo que sí tengo claro es que no existía ese letrero medio amenazante  que nos  ha convertido a algunos en traficantes de chocolatinas y paquetes. Me  refiero  al de “Prohibido entrar comida”.

Las películas duraban semanas, y hasta meses, en cartelera.  No cómo ahora, cuando promocionan una película seis meses y permanece dos días en exhibición.
  
Sí, había filas  gigantescas. Existían porque los teatros eran gigantescos. Algunos fueron convertidos, con el paso del tiempo, en multiplex con cinco o seis salas. Circularon leyendas sobre espacios que más allá de la popularidad de la película o la abundancia de público jamás se llenaron, porque no había gente pa tanta cama.

El barrio tenía su propio cine. Ideal en horarios complicados como la nocturna o como alternativa pantallera para la vida de calle, junto con el partido de banquitas, la conversación en la esquina y las empanadas de la tienda de doña Ruth.

Todas las vitrinas de los teatros exhibían en fotos escenas de las películas. Incluso de aquellas dirigidas al público adulto, lo cual permitió a mi generación asomarse al mundo prohibido antes de tiempo, hasta que alguna ministra de Comunicaciones cortó de raíz ese espectáculo indecente y, lo más peligroso, gratuito.

Ese cine para adultos –“por no” dejar de mencionar el tema- generalmente compartía modalidad con otros espectáculos más familiares: era rotativo. Esto significaba que por el precio de una boleta, podíamos  pasar el día completo en la respectiva sala, viendo, generalmente, dos películas –o hasta tres, no estoy seguro–. La oferta normalmente contaba historias de un personaje o grupo social  (karatecas, vaqueros, romanos, soldados,  policias), que intercambiaban golpes y municiones con algún equivalente (karatecas, vaqueros, romanos, soldados, ladrones) con suficiente saña y constancia como para que las tres primeras filas tuvieran que esquivar balas y golpes.

Al final ganaban los  buenos que, por cierto, solían estar claramente diferenciados de los malos. Al final ganaban los asistentes que, pese a las largas filas, a los problemas para obtener un buen puesto, o a las salidas en pareja con una tercera persona se gozaban el filme de turno.

Esas eran las historias de película lejos de casa