Años atrás, ir a cine era uno de los mejores programas. Al
traspasar el umbral de la sala, solo o acompañado, la realidad desaparecía
durante tres horas mientras el asistente se sumergía en un mundo de sueños, de aventuras, de
humor, de romance. Era un ambiente diseñado para establecer la relación ideal
con la historia en pantalla. Oscuro, silencioso y personal.
Ah, y muy barato. Durante mucho tiempo estuvo sometido a
control de precios. Esto significa que el gobierno de turno definía el precio
de la boleta. La memoria de quien escribe esto (modelo 62) recuerda entradas de 5.50 (sí, cinco pesos con cincuenta centavos) que
tuvieron un alza “escandalosa” a 6.60.
Igual que ahora, los teatros contaban con ventas internas de
pasabocas, a precios ubicados en algún punto entre caros, especulativos y
abusivos. Pero no había problema. Un personaje infaltable en la puerta de los
teatros era el puesto de dulces que le montaba
competencia a la tienda interna.
Todos “sabíamos” que ese era más barato que comprar adentro. Ahora que lo pienso, no recuerdo
nunca haber comparado precios, o alguna investigación que sustentara dicha
afirmación. Pero lo que sí tengo claro es que no existía ese letrero medio
amenazante que nos ha convertido a algunos en traficantes de chocolatinas y paquetes. Me refiero al de “Prohibido entrar comida”.
Las películas duraban semanas, y hasta meses, en
cartelera. No cómo ahora, cuando
promocionan una película seis meses y permanece dos días en exhibición.
Sí, había filas
gigantescas. Existían porque los teatros eran gigantescos. Algunos
fueron convertidos, con el paso del tiempo, en multiplex con cinco o
seis salas. Circularon leyendas sobre espacios que más allá de la popularidad
de la película o la abundancia de
público jamás se llenaron, porque no había gente pa tanta cama.
El barrio tenía su propio cine. Ideal en horarios
complicados como la nocturna o como alternativa pantallera para la vida de
calle, junto con el partido de banquitas, la conversación en la esquina y las
empanadas de la tienda de doña Ruth.
Todas las vitrinas de los teatros exhibían en fotos escenas
de las películas. Incluso de aquellas dirigidas al público adulto, lo cual
permitió a mi generación asomarse al mundo prohibido antes de tiempo, hasta que
alguna ministra de Comunicaciones cortó
de raíz ese espectáculo indecente y, lo más peligroso, gratuito.
Ese cine para adultos –“por no” dejar de mencionar el tema-
generalmente compartía modalidad con otros espectáculos más familiares: era
rotativo. Esto significaba que por el precio de una boleta, podíamos pasar el día completo en la respectiva sala,
viendo, generalmente, dos películas –o hasta tres, no estoy seguro–. La oferta
normalmente contaba historias de un personaje o grupo social (karatecas, vaqueros, romanos, soldados, policias), que intercambiaban golpes y
municiones con algún equivalente (karatecas, vaqueros, romanos, soldados,
ladrones) con suficiente saña y constancia como para que las tres primeras
filas tuvieran que esquivar balas y golpes.
Al final ganaban los
buenos que, por cierto, solían estar claramente diferenciados de los
malos. Al final ganaban los asistentes que, pese a las largas filas, a los
problemas para obtener un buen puesto, o a las salidas en pareja con una tercera persona se
gozaban el filme de turno.
Esas eran las historias de película lejos de casa
Esas eran las historias de película lejos de casa