Charles es un pisco eficaz y eficiente. Su función en la vida es solucionar problemas, lo cual logra (eficacia) con relativo poco esfuerzo (eficiencia). Eso sí, su particular forma de trabajar suele generar efectos colaterales. Pero eso es otro cuento.
Al sujeto lo conocimos en tiempos estudiantiles, junto a un tal Baldor. Fue cuando pasamos de la tradicional aritmética a la compleja álgebra. Cuando noches y fines de semana se convirtieron en campo de batalla contra ecuaciones de primer y segundo grado, factorización, logaritmos y otras pesadillas.
Apenas empezaba. Vendrían luego la trigonometría, el cálculo, la química, la física. Brochazos de conocimiento que para la mayoría de nosotros solo fueron problemas. Literalmente. Eran materias que demandaron solucionar listas interminables de desafíos intelectuales con fórmulas cada vez más complejas.
Lo bueno era que la solución, normalmente, ya estaba publicada en el libro respectivo. Lo malo era que, después de una juiciosa aplicación del paso a paso especificado en esa fórmula explicada al detalle y escrita en todos los textos relacionados, llegábamos a una respuesta… que no coincidía con la oficial. Entonces repetíamos todo el proceso hasta alcanzar otro resultado… que tampoco coincidía. Y tras reiterar las acciones cuantas veces fuera necesario, de acuerdo con la paciencia del protagonista, quedaban dos opciones: reconocer la derrota o llamar a Charles.
No se crea que el caballero en mención únicamente sirve para propósitos académicos. El paso del tiempo mostró su idoneidad en otros quehaceres. Solo citaré algunos: labores de costura, de esas que requieren la paciencia y destreza de las abuelas para reparar un daño o ajustar medidas; manualidades cuyo resultado final está ligado a habilidades dignas del mejor artesano, como la maqueta para la tarea de nuestro hijo; decoración de interiores, mediante la aplicación profesional de bases y acabado de pintura; preparación de alimentos mediante largos y complejos procesos de sazón y cocción; o reparaciones locativas a nivel hogar de daños que involucran, por ejemplo, plomería.
Quien esto escribe no sabe coser ni posee rasgos de abuela, es torpe para los trabajos manuales, carece del tiempo y la perseverancia que demandan pintar por capas, tiene demasiada hambre para pasarse horas cocinando y le faltan tanto herramientas como conocimientos de plomería. Pero no se vara. Así que…
Como puede, arma un remiendo deforme y chambón o sale del paso con esparadrapo de tela; a punta de silicona y cartón construye una maqueta estilo terremoto y despacha a su hijo al colegio con ese desastre estético; combinando pintura en aerosol y cuadros tapa los daños de la pared; soluciona sus requerimientos alimenticios aplicando a los productos crudos aceite en cantidades industriales o agua hirviendo; y “sella” la gotera usando una bolsa plástica sujetada a la salida de la llave con bandas elásticas (cauchitos, que llaman).
Es lo mismo que hacía en sus tiempos de estudiante. Derrotado por los problemas algebraicos, físicos, químicos y trigonométricos, simplemente ajustaba los pasos para que —sin importar lógica, coherencia o exactitud del proceso— la solución coincidiera con la planteada en el libro. (Y a rezar para que el profesor no mirara el proceso, solo los resultados).
El corte preciso y quirúrgico del bisturí requerido en los casos mencionados se cambiaba por el golpe seco, destructor y chambón del machete. Dicho de otra forma, esto lo solucionamos, así sea a machetazos.
Ahí es cuando llamamos a Charles, el de la Ley de Charles. El de e… de “E´Charles machete”.