Hace unos años, y no son tantos, yo era indispensable. Mis
servicios formaban parte de los
requerimientos diarios en múltiples ambientes: familiares, industriales,
laborales, eclesiásticos, militares, festivos y podría seguir. Muchas cosas eran descartables, pero yo no.
Claro, había otros que hacían lo mismo que yo pero con grave riesgo para la
salud. Dentistas y oculistas y uno que
otro ortopedista pueden dar fe de que no miento.
Lo que yo hacía era sencillo pero práctico. De hecho se basaba en una ciencia básica, la física, para
ser exactos. Pero me pasó algo tan común en este país. Tuve un problema con las
roscas. Las roscas han ido llegando, poco a poco y se han ido imponiendo. Me fueron dejando por
fuera. Bien lo dicen: lo malo de las roscas es no estar en ellas.
Ese fue solo el comienzo. Otra desgracia vino por
cuenta de la tecnología. No tengo nada personal contra los diseñadores
industriales, simplemente los odio. Ellos, lentamente, han ido cerrándome las puertas. Eso sí, les
abono la creatividad.
Tengo, como todos, un campo específico de trabajo. Un área
en la cual desempeño mis habilidades. Pues bien, en un proceso lento pero
constante ese campo ha ido modificándose en beneficio de muchos, pero en total
detrimento para mí. Se trata de avances que prestan los mismos servicios, pero
sin. Sin mí. Yo ya no soy necesario.
Es más. Tengo un segmento específico de la economía con el
cual establecía una relación directa, casi simbiótica. Éramos una especie de
pareja perfecta. Ella –sí, es ella- me necesitaba. Yo era su complemento
perfecto. A lo que voy es que otros le hicieron una cirugía, mejora, adaptación
o llámenla como quieran, cuya único resultado fue eliminar a un protagonista de la historia. Adivinaron, a mí.
Ante el hecho consumado, solo me resta buscar alternativas.
Y aunque puedo ser útil para algunas
labores domésticas o prestar servicios opcionales el problema de fondo es que
para todo eso ya existen especialistas. Es decir, quienes por sus habilidades
lo hacen mejor que yo. Quienes fueron
preparados especialmente para eso. Se pueden soltar o apretar tornillos con
muchos instrumentos, pero el mejor para hacerlo sigue siendo un destornillador.
La verdad es que aunque saben que estoy ahí, cada vez menos gente me convoca. No hago falta. Soy, por
mucho, una parte del paisaje o algo medio decorativo. Mi inexorable
destino es el abandono, el olvido y, tal vez alguna referencia curiosa de
quienes me conocieron en tiempos de
gloria, o de los historiadores de un futuro cada vez menos lejano.
Soy un desplazado laboral por la evolución de la tecnología,
los hábitos y las costumbres. Víctima paulatina de las tapas rosca, los envases
innovadores, el plástico y esos sistemas que permiten hacer con la mano aquello
para lo cual yo era infaltable. Yo era
el dispositivo adecuado para poder consumir cervezas, gaseosas y jugos de otro
tiempo. Y todo gracias a una sencilla aplicación del concepto físico de la
palanca para efectos bebestibles