martes, 15 de marzo de 2011

Tribulaciones de una embetunada prelaboral

El hombre lleva unos cuantos meses en las estadísticas de desempleo. Mucho más de lo recomendable, aunque sin llegar al punto crítico. Eso le preocupa, pero no tanto. Su hoja de vida cabe en dos páginas tamaño carta a doble espacio, pues apenas cuenta con preparación básica, unos cuantos cursos y experiencias esporádicas. Eso lo inquieta, pero no tanto. La pinta oficial de buscar puesto incluye un vestido de paño que ya brilla en la oscuridad, una camisa heredada y una corbata de hipopótamos rosados sobre fondo verde. Eso le genera algo de intranquilidad, pero dentro de los niveles de tolerancia.

Lo que realmente desestabiliza, asusta, espanta, turba y molesta a Jairo es lo que puede pasar con la embolada.

En algún momento de su formación como ser humano al sujeto le metieron en el subconsciente la idea de que el hombre vale por lo que lleve encima de los pies. Esto ha generado en él una especie de fetichismo social, en el sentido de que lo primero que le mira a cualquier persona que conoce es su dotación de contacto con el suelo.

Finalmente si quiere pasarse la vida mirando para el piso, es problema de él. Más ocurre que lejos de considerarse un ser excepcional, se ve a sí mismo como uno más. Tiene la absoluta seguridad de que todo el universo anda pendiente del calzado ajeno. Y por eso, al abordar su intento XX de engrosar las filas de los explotados pero asalariados, parte fundamental del proceso es tener los zapatos embolados.

Así que luego de aplicar sobre su calzado una mezcla homogénea en estado sólido pero blando de textura aceitosa que resulta de la refinación del petróleo –embetunar–; esperar un periodo razonable de tiempo mientras la influencia combinada de la temperatura ambiente y las corrientes de agua solidifican el producto creando una capa protectora –secar-; y realizar movimiento rítmicos y constante sobre la superficie del calzado en doble tanda, primero con un cepillo y luego con un trapo –brillar-… comienzan los problemas.

El clima, la gente, los perros, los caballos, los carros, las paredes y demás fueras oscuras conspiran para evitar que la embolada llegue a salvo a su destino prelaboral. Primera ley de Jairo. El día que se embolan los zapatos, sin excepción, antes, durante o después... ¡Llueve!

Esta vez fue antes. Noche anterior. La ciudad está llena de charcos emboscados de todos los tamaños. A Jairo le toca andar con los ojos en el piso esquivando cuerpos de agua. Y además estar pendiente de los atarvanes con ruedas que en vez de esquivarlos, los utilizan para lavar peatones indefensos recién bañados y embolados, como Jairo.

Las amenazas no solo vienen en estado líquido, también las hay en fase sólida. Pinturas deficientes, cementos mal señalizados, barros y arcillas aparentemente sólidos que solo revelan su verdadero consistencia al ceder ante el peso de los seres humanos. Y las peores, masas de escasa consistencia y origen orgánico, que además cuentan con un olor característicamente desagradable.

Segunda Ley de Jairo. El betún recién brillado genera un efecto magnético sobre suelas ajenas, sobre todo aquellas que estén más sucias. El día que embola todo el mundo le pide disculpas y asume una actitud sumisa ante él… después de pisarlo. En la calle, en el bus, en el ascensor, en la iglesia donde entró a robar agua de la pila bautismal para limpiar una mancha.

El magnetismo también atrae papeles de esos que el viento agita por la ciudad, y llevan algún elemento pegajoso adherido. Si por alguna razón tiene un ligero roce con una pared es precisamente aquella cuya pintura se está cayendo. Cualquier persona, animal o cosa que entre en contacto con una parte de sus zapatos diferente de la suela desprende algún tipo de material adhesivo.

Pero Jairo ha pasado su vida jugando ese partido. Como Maradona en ruta hacia el arco rival evade uno a uno los obstáculos. Salta, gambetea, baila, se para en puntas, sube al andén hasta que llega a la puerta del ansiado olimpo prelaboral. Cual atleta que rompe la línea de meta entra triunfal y es ahí cuando oye las malditas tres palabras que jamás fallan en esas circunstancias

“¿Perdón, lo pise?”

“¡Pues claro que me pisó, imbécil?” (En su defensa, debemos señalar que esta no es una reacción típica de Jairo, pero ese día la adrenalina estaba a mil).

Siguiente escena. Jairo está a punto de ser llamado a la entrevista de trabajo. Las toallas desechables del baño han solucionado la pequeña mancha resultante del pisotón propinado por el imbécil del primer piso, que resultó ser algo insignificante…

Hasta que se dio cuenta quién era el que lo iba a entrevistar.

Sí. El imbécil del primer piso.