lunes, 5 de enero de 2009

Ruperto en el mundo del hampa (1)

Ruperto es un tipo honrado. Cumple casi todas las leyes casi todo el tiempo. El casi se refiere a infracciones menores de tránsito -cruces prohibidos, por ejemplo- o contravenciones donde la naturaleza es más fuerte que la conciencia cívica, léase orinar en la calle.

No roba, no mata, no hace peculado por apropiación, no se ve implicado en hechos oscuros, no soborna y es fiel cumplidor de los 10 mandamientos. Nunca ha hecho méritos para ser huesped del Estado en permanentes, fiscalías, calabozos, estaciones de policía, reclusorios, cárceles o similares.
No es rico pero tampoco pobre. Gana lo suficiente para tener una casa -compartida con un banco- y un carro. Su nivel social flota en el estrato cuatro con planificados saltos hacia el cinco y discretas zambullidas al tres y al dos.

La estrategia consiste en recorrer en familia los grandes, prácticos y costosos centros comerciales. La segunda fase incluye recorrer solo los sectores estrechos, incómodos y baratos sectores populares. El primer trayecto incluye el verbo mirar. En el segundo se aplica el verbo comprar.

Los gastos navideños llevaron a Ruperto a un determinado punto de la ciudad donde, de todos es sabido, se consigue muy barato algún producto en particular. Esos sitios adonde va mucha gente, aunque de determinado estrato para arriba pocos lo reconocen.

Terminada su compra, pasó por un almacén de gran formato y vieja guardia. Negocios de tradición que, en su momento, hicieron la revolución de pasar del mostrador a la góndola, del vendedor de vitrina al autoservicio. Hoy libran tenaces luchas contra las multinacionales detallistas.

Recordó que necesitaba cinta pegante y después de dejar el carro en un parqueadero cercano ingresó. Empezó a recorrer pasillos cuando vio jugos de caja en cierta vitrina. Sintió sed, tomó uno y como no tenía canasto ni carrito se lo echó al bolsillo para pagarlo en la caja a la salida.

Y ahí entró en escena la señora. Aunque no llevaba uniforme o identificación, se presume que era empleada del negocio. Lo miró con sorpresa, se le paró enfrente en actitud de combate y lanzó la primera sindicación. “¡Lo vi!”

Como el interpelado no entendía nada, la temperamental dama consideró necesario ser más específica. “¡Vi que se echó ese jugo al bolsillo!”

En la opinión inicial de Ruperto, esa aseveración era la antesala del fin del posible malentendido. En pocas palabras explicó que su intención era llegar a la caja, sacar el producto del bolsillo y pagarlo.
Sabía que ella entendería.

Estaba equivocado.

La señora respondió con una ofensiva verbal digna de fiscal en indagatoria, demasiado extensa para incluirla en este espacio. Incluía frases como “¡Usted me cree boba!, ¡Eso no es tan facil!, ¡Yo lo vi!”.
Y faltaba la más efectiva: “¡Vigilanteees!”.

(Continuará)

Ruperto en el mundo del hampa (y 2)

(Sinopsis. Ruperto, un tipo honrado, entra a un almacen y se echa un jugo en el bolsillo con la intención de pagarlo a la salida. Un escandalosa dama lo intercepta y lo acusa de tratar de robar. Él explica, ella no escucha y grita “¡Vigilanteees!”.)

En cuestión de segundos el inocente comprador de jugos se vio rodeado por un eficaz operativo. Un contingente de celadores atacó simultaneamente por diferentes pasillos. En segunda línea las vendedoras dejaron a sus clientes y corrieron a la escena del crimen. Abandonados momentáneamente, una tercera línea de mirones y compradores olvidaron sus intenciones iniciales y pasaron a ser testigos del hecho.

La vieja esa (nominación con la cual de aquí en adelante Ruperto denominará a su intelocutora) continuó su perorata pletórica de sindicaciones hasta que uno de los vigilantes hizo la pregunta obvia. ¿Qué pasó?

La ventana de racionalidad le dio un espacio a Ruperto, quien explicó su posición. A estas alturas se había convertido en el centro de atención del negocio y aunque una parte de sí simplemente rogaba que se lo tragara la tierra, otra clamaba por una reivindicación pública de su honra.

Pese a que la vieja esa seguía en actitud agresiva, una improvisada mesa de negociaciones determinó el siguiente tratado de paz. Ruperto concluiría su compra debidamente supervisado por el personal de seguridad.

Así que una guardia de tres celadores (retaguardia, flanco izquierdo y flanco derecha) lo acompañó a la sección de papelería, donde escogió la cinta pegante.

Luego el mismo contingente lo entregó sano y salvó en caja, donde pagó, momento adecuado para un acto de dignidad encaminado a dejar constancia de su honradez y rectitud frente a acusaciones injustas.

Así que destapó su jugo y...

“¿Y ahora qué hago?” preguntó una voz en su interior.

La lista de opciones incluía arrojar el jugo al piso; tirárselo en la cabeza a la vieja esa, quien permanecía cerca en postura vigilante; tomárselo frente a todos en actitud desafiante; exigir la presencia del administradores, dueños y accionistas; improvisar un discurso sobre atención y respeto al cliente; llamar a la Policía... y hasta alguna bobada inútil como insultar al celador y a la cajera, que nada tenían que ver.

Por cierto eso fue lo que hizo. Lo abandonó (el jugo) sobre el mesón acompañado de un expresión similar a “sirvanse disponer de este alimento como lo consideren más conveniente”, aunque sonó más bien a “hagan con este ?)(/$/(&(&% jugo lo que les dé la ?)(/$/(& gana?

Salió henchido de dignidad y rabia hacia el parqueadero donde estaba su carro. Mientras retornaba a su casa la sintió.

Primero una sensación de calor en el cuello, que poco a poco se enfocó en la garganta convirtiéndose en sensación de sequedad.

Tenía sed.