martes, 10 de mayo de 2016

Todos no somos vendedores


El experto de turno maneja la rutina de los motivadores profesionales. La entrada teatral –música de fondo, juego de luces–, imágenes espectaculares proyectadas en el momento clave y una premisa básica empacada como fórmula mágica “Todos somos vendedores”.

Ernesto es el primero en abandonar la conferencia. También es uno de los mejores ingenieros. Desde que le paguen bien y a tiempo, no le interesa la fama.Se le conoce por sus resultados y su bajo perfil. Tampoco se preocupa por "vender" su trabajo o a su persona.

Pero no siempre fue así. En tiempos de adolescente, incursionó en el mundo de las ventas. Incursión que lo alejó para siempre del mismo. Y todo por culpa de  la prima.

El  nepotismo del asunto fue porque la prima viajaba periódicamente a Miami a comprar cosméticos, cremas, jabones, perfumes y demás insumos para la vanidad femenina, así como alguna loción destinada al mercado masculino. Eran tiempos sin globalización y sin negocios especializados en elterritorio nacional. El perfume se descargaba de botellones bajo el genérico pachulí, el maquillaje estaba en las góndolas de almacenes populares y las cremas eran asunto de droguería. Quien quería subirse de estrato tenía cuatro opciones: otro país, San Andrés, sanandresito... o la prima y sus colegas.

Cualquier cosa que tuviera nombre en ingles y etiqueta de made in USA  –porque lo de  USA se hacía en USA, no en China- contaba con mercado. Llegó un momento en que la prima no dio abasto para  distribuir sus productos y empezó a formar una red informal de vendedores. Y Ernesto terminó metido en el baile con un cargamento de sombras, pintalabios, rubor, cremas, pestañina, esmalte, acondicionador, perfumes y demás.

Los  primeros días fueron sencillos, con el mercado natural de  mamá y hermanas financiadas con plata de papá. Pero cuando el progenitor se cansó de subsidiar al hijo, este tuvo que empezar a buscar otros clientes. Y allí la realidad salió a flote.

El hombre tenía sus habilidades, pero vender no era una de ellas. No tenía el discurso, no tenía la paciencia, no conocía tantas mujeres y, lo mas importante, no tenía idea de lo que estaba vendiendo. Las pocas veces que logró concretar una posible cliente sus intenciones comerciales se estrellaron con su cara de bobo ante preguntas técnicas como tono ideal, posibles reacciones capilares o dermatológicas o la más inocentes de todas ¿pero a mí eso sí me quedara  bien? Cuando respondía algo así como “yo no sé, usted verá”, generalmente cerraba la venta, pero sin venta.

Preocupada por la poca movilidad del inventario,  la prima sugirió intentarlo con sus iguales. Así que como último recurso Ernesto desplegó toda su mercancía en un sitio relativamente público –la cafetería del colegio- . Si se trata de asistencia, realmente fue exitoso. Chicas de cursos superiores e inferiores, personal administrativo y hasta profesoras se aglomeraron a su alrededor mientras él mostraba la mercancía. Solo cuando retornó a casa y revisó sus inventarios descubrió que muchas personas habían aprovechado para surtirse, la mayoría sin pasar por el molesto paso intermedio de pagar.

Y durante  el siguiente año y medio, mientras abonaba la  mitad de su mesada para ponerse al día con la prima, Ernesto tomó, maduró e implantó en su vida una directriz: Todos no somos vendedores.