jueves, 25 de agosto de 2016

Cremalleras

Aunque solo ha pasado tres veces, Justino quedó para siempre con etiqueta de bicho raro. Excéntrico, dicen en la oficina. Ocurrió en una fiesta de la empresa, en un club campestre medio aislado del universo, con transporte de ida y vuelta aportado por los organizadores. Ocurrió de nuevo durante el refrigerio de una reunión de trabajo, antes de su presentación  (la de Justino con sala de juntas, mesa de reuniones, proyector, frente a todos). Y ocurrió otra vez durante una pausa en medio de una clase donde nuestro héroe era el profesor. 

Parecían rutina. Se convirtieron en pesadillas social, laboral y académica, por cuenta de “…dos tiras de tela guarnecidas en sus orillas de pequeños dientes generalmente de metal o plástico que se traban o destraban entre sí al efectuar un movimiento de apertura o cierre por medio de un cursor metálico” (DRAE 2008) .

A estas alturas el subconsciente del hombre revolvió las tres historias. Ya no recuerda cuándo pasó qué. Todas comenzaron igual. Una visita al fondo a la derecha para una diligencia de carácter estrictamente personal que demanda bajar la cremallera y subirla de nuevo. Esa que se traba o destraba. La cremallera, no la diligencia. Ahí fue.

Porque el aparatico se rebeló… Y no subió. O subió hasta la mitad. Justino contraatacó. Primero con jalones, cada vez más fuertes. Y la constatación de que, por lo menos en este caso, el tamaño no importa. Porque el pequeño cursor opuso tenaz resistencia a la fuerza bruta. Hasta que el caballero sintió como el broche subía. Subía hasta la altura de su cara, pues acababa de quedarse con el broche en la mano.  Pero la bragueta seguía en su sitio. Ni abierta ni cerrada.

Eso pasó una vez. En otra ocasión, fueron el broche y el cursor, porque el final de la cremallera no estaba debidamente asegurado al resto del pantalón. Fácil de sacar, imposible de volver a meter. Y al primer movimiento (de Justino), se volvió a abrir (la cremallera). Sin mecanismo para cerrarla. Y el tiempo seguía corriendo

A raíz de estas experiencias, en la tercera crisis el hombre optó por la filigrana. Movimientos de precisión quirúrgica para detectar el problema –un pedazo de tela mal ubicado–.  Y la no menos compleja operación de agarrar, jalar, liberar y descansar.  Pero Justino es el feliz poseedor de manos grandes, dedos regordetes y demás instrumentos no aptos para el trabajo manual delicado. Así que el final de la batalla fue desgarrador. Literalmente. Un pedazo de tela desgarrado justo al lado de la cremallera.

Como hemos visto el dispositivo de marras cumple la función de tapar prendas de vestir que solo incumben a Justino, su servicio de lavandería y algunas damas de su entera confianza. Prendas que estaban a punto de quedar a la vista de personal que no cumplía con ninguno de esos requisitos...

…todos recuerdan como el siempre alegre Justino pasó el resto de la fiesta sentado en un rincón, de donde únicamente se levantó para tomar el transporte de vuelta a casa.  Su curioso comportamiento solo fue emulado en otra ocasión cuando, al presentar los resultados del trimestre, permaneció todo el tiempo en el mismo lugar, con las manos cruzadas sobre los muslos por debajo del cinturón. El tema surgió mientras algunos colegas compartían un café en la pausa vespertina. El más joven tomó la palabra “eso no es nada, ese tipo fue profesor mío y una vez dictó la clase completa de espaldas”.