miércoles, 2 de agosto de 2023

La independencia sabe a jabón



Tuvo que hacer varios mercados de cosas inútiles, colgarse en el pago de servicios, notar la inexistencia de papel higiénico, crema dental y jabón en el peor momento posible y demás primiparadas. Pero Mati ya pasó al siguiente nivel entre los que dejan la casa paterna e ingresan al gremio de los independientes. Sin embargo, en los rincones más inesperados, un enemigo silencioso acecha. No importa qué haga para enfrentarlo, el nivel de cuidado en las acciones que lo involucran, los operativos cuidadosos para erradicarlo o por lo menos controlarlo. No hay forma de salir invicto en la guerra... contra la crema lavaplatos.

Como toda guerra, tiene antecedentes. La historia de quien en el hogar materno jamás tuvo que lavar un plato y el predominio absoluto de comida callejera y domicilios con desechables en los primeros días de vida independiente. El choque presupuestal de la primera quincena donde, para bajar gastos, se comienza con algo sencillo, preparar el desayuno. La progresiva acumulación de platos, pocillos y ollas sucias en el lavaplatos hasta que, literalmente, no cabe un trasto más. La hora de la verdad: la hora de lavar loza.

Cuando esas cosas pasan nunca se tiene el equipo adecuado, así que Mati comienza el curso improvisando con un poco de detergente, o un jabón de manos, o un champú y algún trapo desechable graduado de esponja. El desastroso resultado (mugre que no desaparece, platos oliendo a peluquería) implica la primera lección. Existen artefactos y productos especializados para cada actividad. Entonces Mati lleva su ignorancia a algún hipermercado donde encuentra un kilómetro de estantería repleto de opciones entre cremas, líquidos, paños, esponjillas, dispensadores y, si busca más, hasta máquinas. En su calidad de consumidor preprogramado compra jabón de la marca que años de publicidad le grabaron en el subconsciente y, para efectos de aplicación, alguna esponja similar a la que recuerda de su casa de origen.

Con su nuevo equipo vuelve a casa dispuesto a descubrir cosas. Cosas como que la facilidad con la que en los comerciales remueven la mugre no tiene nada que ver con la realidad. No solo son necesarias varias pasadas, sino que hay que ir a la tienda a comprar esponjilla metálica para sacarle por lo menos un empate a ciertos residuos. Y solo tras varios días e intentos fallidos (previo consejo maternal y búsqueda en internet) Mati aprenderá eso de remojar previamente la sartén para poder despegar la grasa.

El verdadero enemigo, sin embargo, jamás será derrotado. Porque cada lavada con crema deja, en algún rincón del plato, al fondo de la olla o sartén, camuflado entre los dientes del tenedor o en cierto punto estratégico del vaso o pocillo “ese” traicionero residuo de jabón. De alguna manera se esconde al terminar el enjuague. Pero eso sí, invariablemente aparece después de que la pieza respectiva ya está seca, “lista” para guardarse. A veces, incluso, solo se hace notar a la hora de cocinar, servir o, comer. En algún momento —por ejemplo, después de servir el café—  el residuo aparece. Y real o psicológico, la bebida sabe a jabón, situación que se extiende a los huevos, el pan, el cereal, el queso, la fruta, y hasta al tamal recién desenvuelto de su capa protectora de hojas. 

El hombre no se rinde.  Del perezoso paso de la esponja por la pieza enjabonada evoluciona al cuidadoso restregar de toda la superficie. Más presión del chorro, más agua. Jabones líquidos —más caros— en vez de crema. Opciones que hacen más pobre a Mati. Hay que volver a la crema y al consumo racional de agua, con una cuidadosa, sistemática y casi quirúrgica remoción de los restos de jabón de cada cubierto, vaso, pocillo, plato, sartén, olla y demás implementos lavados, revisados cuidadosamente antes de poner a secar.

No importa. En algún momento el residuo de jabón -ya endurecido y encostrado- aparecerá.

El precio de la independencia sabe a jabón.