Como mide casi dos metros antes de peinarse, le dicen Manotas. Al igual que muchos contemporáneos, vivió y aceptó la revolución sexual y los cambios en materia de parejas y relaciones. Solo considera inaceptable y contra natura una combinación. Se opone radicalmente al matrimonio entre la industria alimenticia y el correo físico.
Manotas se educó en un mundo donde la hora de comer implicaba manipular recipientes. La sal salía del salero, las salsas de botellas plásticas estrujables con boquilla pequeña, las galletas de tarros y el azúcar de un azucarero, a veces en prácticos cubitos. Los sobres, en cambio, guardaban cartas, tarjetas, postales y hasta plata, con fines de envío. Pero empezaron a usarlos para empacar alimentos en porciones individuales. El proceso se fue tomando la sal, el azúcar, la leche condensada, la salsa de tomate, la mermelada, el café, la mayonesa, la mostaza… y la lista puede seguir indefinidamente.
Normalmente, esos sobres (plásticos, metalizados, o en materiales indescifrables) vienen señalizados para facilitar el acceso al contenido. Mienten. Donde dice “Ábráse por acá” no abre. Ahí es cuando toca hacer maromas con el cuchillo, las llaves, el cortaúñas o los dientes. Cuando no, pasa lo contrario. Ante la más mínima fuerza medio paquete vuela. Si no se han tomado medidas de seguridad otro tanto ocurre con el contenido. Más para tipos dotados de enormes, gruesos y torpes dedotes como, por supuesto, Manotas.
Así que parte de su existencia transcurre en batalla contra la nueva generación de empaques. Poniendo cara de yo no fui ante un inesperado reguero en la mesa del restaurante. O con recorridos contra reloj en busca del baño más cercano para descargar o limpiar los restos de algún alimento que disparó sobre su humanidad. Manchas indelebles en pantalones, camisas, o suéteres evidencian el desenlace de esos enfrentamientos.
No son los únicos derrames. Condimentos como sal y pimienta requieren una distribución estratégica a lo largo del plato. Para eso se inventaron saleros y pimenteros. Como estos brillan por su ausencia, el resultado suele ser todo o la mayor parte del contenido del sobrecito en un solo punto del pedazo de carne, pollo, pescado o de los huevos. Y el desafío quirúrgico de distribuir el pegote por toda la porción a punta de tenedor, cuchara, cuchillo, dedos, gravedad o todos las anteriores.
A veces el contenido del pequeño contenedor es demasiado para su gusto particular. Manotas vivió épocas complicadas en su infancia. Tiempos donde en la mesa familiar apenas había lo justo, o menos. Algún rincón perdido de su subconsciente guarda el instinto de no desperdiciar comida. Por eso siempre utiliza el sobre completo, lo que se traduce en sobredosis de salsas, dulces o similares.
Tampoco falta la mente perversa, esa que definió que la cantidad depositada en cada empaque siempre será insuficiente para las papilas gustativas de Manotas. Opción 1, aguantarse. Opción 2, aguantarse la mala cara de quien sirve al pedir un sobrecito adicional (mala cara que hace sentir al peticionario como glotón insaciable o consumidor abusivo). Y si recibe el adicional, sumado al ya disponible… será mucho. Uno no alcanza, dos es demasiado. Volvemos al dilema del desperdicio.
En su hogar, Manotas realiza largos y aburridores procesos de pasar, sobre a sobre, los productos a recipientes tradicionales. De visitante (casa ajena, restaurantes) busca la resistencia. Los que no han caído en la tendencia del empaque individual. Incluso hubo épocas cuando aplicó una medida radical. Cargaba una lonchera con recipientes tradicionales y su propia dotación de salsas, condimentos y aditamentos.
No funcionó. O funcionó demasiado bien. Sus ocasionales compañeros de mesa agotaron las existencias.