jueves, 14 de abril de 2016

El sublime arte de no ceder la silla


Él es un joven de esos que llaman milennial. Ella es una  madre trabajadora que reparte su vida entre obligaciones laborales y deberes domésticos. El tercero labora en construcción, desde bolear ladrillo hasta nivelar, empañetar y pintar. La otra ella no trabaja, pero pasa el día por la ciudad apoyando a sus hijos y nietos en diligencias personales. El que sigue es mucho más joven, aún no ha terminado colegio y todo su mundo pasa por el teléfono móvil. Más o menos por su rango de edad está ella, quien utiliza la tecnología para comunicarse pero, sobre todo, para escuchar música.

Pongámosles nombres. Al primero lo llamaremos Lector. A la segunda Pensadora. Al tercero Trabajador. A la cuarta Mensajera. Al quinto Joven y a la sexta Chica. Tienen un elemento en común: todos usan el transporte público.

Hablamos de la versión moderna. Transmilenios es el nombre genérico, con variantes en cada ciudad: Transmetro, Metrolínea, Metrocali… Buses elegantes, carriles exclusivos o semiexclusivos, paraderos fijos, pago con tarjeta y sillas marcadas, identificadas con un color diferente, para poblaciones en condiciones especiales. Incluyen a mujeres embarazadas, usuarios de tercera edad, personas con discapacidades, y niños de brazos acompañados del dueño o dueña de los brazos.

Los seis de esta historia no entran en ninguna de las categorías. Sin embargo, otro elemento común es que al subirse su respectivo bus se sientan en la primera silla que encuentran. Sin mirar color o destinación específica. Y cuando esa silla es de color especial, hacen todo lo que está a su alcance para no cederla. No es que sean patanes  o groseros. Ante una sugerencia o solicitud directa, se ponen de pie. Su estrategia consiste en aislarse del universo para que nadie les haga la propuesta, o para poder alegar de forma razonable que no se dieron cuenta.

Nunca miran el pasillo. Sus ojos se fijan en un frente incierto o en el panorama al otro lado de la ventana. Se enfrascan en alguna actividad que los desconecta del mundo real de manera evidente, para desalentar a quienes reclamen su derecho a la silla especial, o a los espontáneos que claman por “¡una silla para la señora con el bebé!”.

Lector, por supuesto, está concentrado en algún libro, generalmente con títulos relacionados con solidaridad, responsabilidad social o vida en comunidad. Pensadora tiene el don de estar ahí pero transmitir la imagen clara de que se encuentra en otra parte mientras reflexiona sobre lo poco comprensivos que son su jefe y sus hijos.

Trabajador, en cambio, está sentado en la silla especial y claramente no le importa hasta que alguien le diga lo contrario. Mensajera aprovecha su aspecto externo para alegar tácitamente derecho a la silla especial. Joven chatea rabiosamente desde su smartphone, muchas veces ejerciendo como indignado ante alguna tragedia ocurrida en el otro lado del mundo y Chica vive en el planeta del sonido,  sorda ante cualquier estímulo externo.

Su capacidad de aislamiento es envidiable. La viejita de turno cargada de paquetes, la  señora con mellizos en brazos,  el anciano con caminador, el accidentado con muletas y brazo en cabestrillo, la barriga de 7 meses pueden estar justo a su lado pero, mientras no haya petición directa,  no habrá reacción.  No son malos. Simplemente llevan al extremo su comportamiento distraído ignorando este deber cívico, responsabilidad social o acto de elemental urbanidad porque, en el bus, es mejor estar sentado que de pie.