En los círculos universitarios era La Flaca. Mujer de inquietudes intelectuales y elaborado discurso, con apenas 20 años de edad. Favorecida por la naturaleza pese su trabajado desgreño, llamaba por igual la atención de compañeros y profesores. De hecho, las malas lenguas decían que era amante del catedrático de filosofía.
Al igual que cualquier intelectual en formación - y muchos en ejercicio - sus bienes materiales se limitaban a lo esencial. Vivir en el “hotel mamá” le garantizaba techo y comida, pero la familia apenas podía pagar la matricula en la universidad pública, más un subsidio para el tinto, el cigarrillo sin filtro y las fotocopias.
En tiempos normales, el déficit personal no era mayor problema. Pero estos no eran tiempos normales. Eran tiempos de Festival de Teatro. A La Flaca se le salían las babas de solo pensar en todas esas obras... que no podía ver.
Porque valían plata. Mucha plata. Ni siquiera renunciar al tinto durante el semestre, ingresar al heroico club de ex fumadores y “gorrear” fotocopias le permitiría asistir. Optó por la resignación del teatro callejero hasta que, esa noche. salió tarde de la biblioteca y se encontró con el profesor de Expresión en la fila del teatro.
Solo bastaron cinco minutos de conversación para que a La Flaca se le antojara entrar. Tan grande fue el deseo, que decidió dejar de lado las consideraciones de valor de género y utilizar recursos femeninos y sexistas. Es decir, coquetear.
Fue hasta la entrada de artistas donde improvisó cara de deseo, de hambre, de estudiante pobre, de avidez intelectual hasta que un alemán jovial y grandote le puso conversación. Mejor no le pudo haber ido. Era el director de la obra, que había salido a fumarse un cigarrillo y hablaba perfecto español.
La Flaca disparó toda su artillería, y entre palabras elogiosas y miradas sensuales conmovió al alemán, quien sin mayores ceremonias la guió hasta un puesto privilegiado en la sala. Primera fila. Se acomodó justo cuando subía el telón.
Un escenario sencillo. Una silla y una pared de ladrillos. Un solo actor. Un monólogo sin pausas... en alemán.
Y, en primera fila, una flaca sin audífonos para traducción, sin poderse mover de la silla y sin entender nada.
Fueron tres largas horas.