Esto es inaceptable. Esos muchachitos y muchachitas de ahora se pasaron. No me voy a quedar callado. Es cierto que cada nueva generación critica a sus antecesores, pero tampoco vengan a inventarse el agua tibia. En serio. Ahora vienen disque a enseñarme (¡A mí!) algo en lo que soy el mejor. Ningún sicólogo me tuvo que analizar. Ningún consultor empresarial tuvo que evaluar mi entorno. Ningún experto en algo de nombre raro tuvo que hacer una proyección social, laboral y mental. Cuando ni siquiera tenía ese nombre rebuscado, yo la tenía clara: Dejar para mañana lo que puedas hacer hoy. Ustedes no me van a enseñar a procrastinar.
Antes de que los “expertos” de hoy nacieran yo ya estaba en el nivel superior. Y sin ninguno de los recursos que actualmente la hacen ridículamente fácil. Sin teléfonos inteligentes. Sin aplicaciones. Sin redes sociales. Sin internet. Sin plataformas. Sin streaming. Sin videos disponibles en el bolsillo 24/7 (24 horas, 7 días a la semana). Eso jamás fue problema. Yo aplazaba, postergaba, posponía, difería y demoraba. En todos los ámbitos. En todas las actividades.
Empecé en el colegio. Los profesores optimistas dejaban trabajos para las vacaciones de medio año. O para el fin de semana. Y cada día libre yo pensaba, hoy sí. Pero no. Salía a la calle a jugar con mis amigos o a conversar por horas y horas de cualquier cosa. Releía interminablemente mi colección de historietas (ahora les dicen comics). Si llovía el juego era bajo techo, grupal, desde monopolio hasta lotería; o individual (guerra de tapas viejas para definir el dominio de la sala). Y si la autoridad (léase padres) intervenía, yo sacaba libros y cuadernos, me sentaba en la zona de estudio y desarrollaba actividades productivas como cazar pispirispis o pensar —también durante horas— la solución a la primera pregunta. Hasta que llegaba la noche anterior al reinicio de las actividades académicas.
Semejante preparación durante toda la primaria, el bachillerato y la formación con miras al mercado laboral tenía que dar frutos. Y los dio. El jefe de turno ponía la tarea y daba la fecha de entrega. Yo escuchaba las instrucciones, organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar... organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar... organizaba lo que tenía que organizar antes de empezar...
No, no hay problema con el texto. Esa es la primera estrategia para no empezar. Prepararse y prepararse y prepararse. Luego venían los descubrimientos. Que desde la ventana de la oficina había un paisaje al que valía la pena dedicarle segundos, minutos y hasta horas. Que un café previo a la acción podría convertirse en conversación inaplazable, y lo más extensa posible, con el colega desprogramado. Que era importante llamar a la casa y cuadrar esa actividad familiar pendiente. Que mi silla estaba desajustada y eso afectaba la ergonomía, la concentración y el posible resultado final. Que tengo otro pendiente de trascendencia cero pero mejor despacho ese primero. Que ya es hora de salir y más bien mañana madrugo.
Adelantar algo en la casa era una opción. Hasta llevaba los materiales. Regresarían en la más absoluta virginidad, porque ni siquiera se tocaban. En la casa había muchas cosas por hacer. No hacíamos ninguna, pero estuvimos mucho tiempo pensando con cuál comenzar. Y vimos la poca televisión disponible en esos lejanos tiempos. Y fuimos a hacer compras inaplazables que teníamos aplazadas desde hace varias semanas. Y de repente estábamos de nuevo en el lugar de trabajo, a pocas horas de la entrega. Hora de correr.
Así que no me vengan con cuentos. Ningún doctorado en administración va a venir a darme lecciones sobre cómo perder el tiempo y dejar todo para última hora. Se pueden ir al lugar adecuado quienes vienen con propuestas para modificar ese comportamiento de forma abrupta, escalonada, sistemática, corporativa u organizacional. Ni siquiera con la disculpa de que no necesariamente es algo malo, sino que puede ser signo de mentalidad creativa.
Cuando quiera, desafío al que sea a que hagamos un concurso sobre quien procrastina mejor.
Aunque mejor lo dejamos para otro día.