miércoles, 1 de noviembre de 2023

Cosedora, ese privilegio


Un altamente esperado ascenso le significó a José pasar del área operativa a la administrativa, dejando atrás su vida de operario para asumir como oficinista. Y entre sus primeras actividades estuvo elaborar un reporte, de tres páginas, sobre algún asunto muy importante para el tipo de arriba en la cadena de mando. El hombre hizo su trabajo, lo revisó, lo remitió al destinatario por correo electrónico y ahí debió terminar.

Pero —grave error— decidió imprimir una copia y, con el fin de unir las tres hojas impresas, consultó en voz alta quien tenía la cosedora. 

Tras varios minutos de silencio el compañero del cubículo más cercano le contestó, como si fuera lo más normal del mundo, que claro, que tocaba solicitar la del gerente, en el piso de arriba. Y puso cara de esta pregunta no es normal cuando su interlocutor insistió “¿Y es que nosotros no tenemos?”

“Nosotros no, pero creo que vi una en la oficina del lado”.

Atendiendo las indicaciones, José se movió hacia el despacho adyacente. La primera persona que encontró lo miró golpeado y le respondió afirmativamente. Ellos, efectivamente, tenían cosedora pero la manejaba la doctora, quien estaba en una reunión. Que volviera en media hora. 

Treinta minutos después la funcionaria, evidentemente, atendió al interesado. “Con mucho gusto, traiga lo que necesite y AQUÍ (así, con especial énfasis en esa palabra) se lo cosemos”.

El procedimiento le pareció raro, pero más raro fue lo acontecido al regresar con sus tres páginas. La funcionaria, con aire misterioso, sacó un manojo de llaves y abrió un cajón de donde procedió a sacar el artefacto. Este tenía, en su parte superior y adherido mediante cinta pegante, un enorme letrero con el nombre de la dependencia a la que estaba asignado; a los lados se veían unas letras no muy claras dibujadas al parecer con esmalte de uñas y, en la parte de abajo, se notaban unas muescas talladas con un destornillador o una navaja. La quinta marca era una especie de calcomanía adherida en el espacio superior de la base, bajo el contenedor de los ganchos. 

Con actitud de conspiradora, ella tomó las hojas, les aplicó un gancho y procedió a guardar el aparato, como no, bajo llave. José quedó desconcertado y sin saber cuál era el paso siguiente.  Un “¿se le ofrece algo más?”, le hizo entender que había llegado la hora de retirarse, víctima de un inexplicable remordimiento, como si acabara de cometer un crimen o por lo menos alguna contravención al Código de Policía. 

Unos días después, José nuevamente imprimió unas cuantas hojas. Recordando su experiencia anterior optó por pedir una cosedora de dotación en suministros. El almacenista, sin levantar la mirada, le respondió que con mucho gusto, que debía traer una solicitud —debidamente justificada—firmada por su jefe inmediato, avalada por vicepresidencia, que sería respondida por el comité de logística en tres días hábiles, dependiendo, eso sí, de las prioridades en la agenda.

Lo último que se supo fue que José intento mover sus contactos empresariales de alto nivel con el fin de acceder al preciado artefacto, gestión que fracasó estrepitosamente porque no tenía ninguno (ningún contacto). También que resolvió abstenerse de imprimir cualquier documento cuyo tamaño superara las dos páginas (una hoja a doble cara). 

Hasta que un día ocurrió lo inevitable. Cinco páginas y un destinatario de vieja guardia que exigía la información impresa. Antes de volver a pasar por el proceso, prefirió buscar un clip.

Le tocó comprar la caja.