El destino se
manifestó a finales de la década de los 90. El mismo día en que se producía el
estreno mundial de Titanic, también se dio el estreno absoluto de Silvi. Fueron
muy diferentes. El de la película ocurrió en un glamoroso teatro, con alfombra
roja, limosinas, fotógrafos y estrellas. El de Silvi, en la sala de partos de
un hospital.
Cada debut, a su
manera, trajo positivas consecuencias a los implicados. El del filme lanzó al
estrellato a Kate Winslet y Leonardo DiCaprio, enriqueció a unos productores y
garantizó premios y reconocimientos. El de la pequeña generó alegría entre
parientes y amigos, y consolidó el trío de hijos de la familia con la presencia
de la niña consentida.
Y se llamó Silvi
–no Silvia, no Silvina, no Silvana– porque en opinión del flamante padres
rimaba perfecto con el nombre de la abuela, Yovana. Pero Silvi Yovana quedó
como referencia en el registro civil y la tarjeta de identidad, porque en su
círculo cercano, mediano y lejano el segundo nombre nunca se usó.
La pequeña
creció junto a cambios revolucionarios en la industria del entretenimiento. El
video casero evolucionó hasta el DVD; los sistemas de televisión paga
invadieron los hogares e Internet se convirtió en un canal para ver cine. Un
día, por cualquiera de esto medios, “Titanic” ¡La película! captó la atención
de la niña. Y a medida que pasó de niña a adolescente, el melodramático
naufragio se le atravesó una y otra vez.
No sobra aclarar
que el interés de Silvi por el filme de marras no tenía motivaciones náuticas,
históricas o cinematográficas. Ella, al igual que millones de contemporáneas de
todo el mundo, amaba platónicamente al protagonista. Y ella, al igual que
millones de contemporáneas de todo el mundo, a medida que creció fue cambiando
sus gustos por vecinos o amigos no tan meritorios, pero mucho más accesibles.
Entre tanto, el
tiempo de estudiante de colegio terminó y, llego el momento de acceder a la
universidad. Nunca fue gran estudiante, pero tampoco era mediocre. Era de esas
niñas que cumplían sin destacarse, a veces con algo de trabajo pero nunca a
nivel de desastre.
El asunto es que
logró un desempeño aceptable en los exámenes de estado y en las pruebas de
admisión de la universidad a la que aspiraba. El último obstáculo era la
mitológica entrevista. Llegó con los temores heredados de mitos familiares e
historias pasadas y presentes sobre interrogadores despiadados, errores fatales
y detalles determinantes.
Iba, como no,
disfrazada de ejecutiva, y previamente se había documentado de la
actualidad nacional e internacional. Sin
embargo, algo no iba bien. Podía sentirlo. Hubo un momento en el cual Silvi
dejó de mirar a su interlocutor y fijó los ojos en la pared detrás de él, con
reproducciones de pinturas famosas. Una de ellas era La Monalisa.
El entrevistador
notó que no lo miraban y para tratar de tranquilizar un poco a su nerviosa
interlocutora le preguntó si le gustaba el arte. Silvi pensó que ese era el
momento de ganar puntos y sin dudar un momento pronunció su sentencia de muerte
académica.
- Sí señor, pero
sobre todo La Monalisa, la que pintó Leonardo Di Caprio.