Nota de la redacción. Hace más de 40 años se escribió este texto. No sabemos qué es peor. Si la conchudez del autor al retomarlo para nuevas generaciones (literalmente) o su —más allá de algunos detalles menores, ver notas al final— inquietante vigencia. Con respecto a la versión original, solo hubo algunos ajustes de ortografía y puntuación.
Heme aquí. De nuevo. Esperando.
Los minutos pasan muy lentamente y el tedio se apodera de todo mi ser. ¿Qué es el ser humano? Un ser que nace, crece, se reproduce, muere y espera. Porque para todo hay que esperar.
No sé cuantas veces he mirado el reloj, pero me parece que desde su interior esas manecillas (1) se burlan de mí. Ya no son dos manecillas sino dos antorchas sin luz que danzan amenazadoramente ante mis ojos. Las horas ya no son horas, sino un público impasible que observa la danza de las manecillas.
Sí, se están burlando de mí.
Yo no soy el único. A mi lado una mujer regordeta (2). Siempre hay mujeres regordetas. Me pregunta la hora a cada momento. La odio, ¿saben? Pero le digo la hora. Al fin y al cabo ella también está pagando la misma condena que yo. La condena de la espera.
Veo que el tiempo (infalible aliado de la espera) ha continuado su marcha. Poco a poco el momento se acerca y es mi corazón el que empieza a sentir miedo. Miedo. Miedo a ese instante que sucederá a la espera. Espera ...siempre esa maldita palabra. Mi vecina regordeta ya se ha ido y en su lugar hay un niño idiota (3) que me mira con ojos de sapo (3). Él también tiene miedo. Todos tenemos miedo.
Nuestro corazón late aceleradamente mientras maldecimos nuestra propia cobardía, pero por más que lo intentemos, no podemos huir de ella. El hombre es un ser de paradojas. Odia la espera, mas cuando esta va a terminar, desearía que se prolongara. Sí, somos unos seres paradójicos.
La hora ha llegado. Hace mucho tiempo que el niño de los ojos de sapo se retiró de mi lado. Una sonriente figura (4) vestida de blanco me invita a seguir. Sudor frío brota de todo mi cuerpo mientras tomo asiento. Una voz varonil (5) me invita a recostarme mientras la luz se enciende ante mis ojos.
Un nudo en la garganta me impide hablar. —No, debo ser fuerte— me digo, y haciendo un esfuerzo supremo hablo: —Proceda doctor.
El ruido de una fresa se encarga de apagar todos los demás sonidos. El dentista hace su trabajo.
- Aunque en esos tiempos ya había relojes digitales, predominaban los de manecillas. Adicionalmente, sonaba más poético.
- Eran los años 80 del siglo pasado. Así que nunca tuve la intención de ofender sensibilidades actuales por aquello de los estereotipos de género y condición.
- Traducción a términos modernos: niño con particularidades en el entendimiento y la mirada.
- Normalmente la encargada de invitar a seguir era una persona, no un altavoz incorporado al teléfono, una pantalla o un grito de origen desconocido.
- Claro que había odontólogas. Muchas, de hecho. Pero en esos tiempos si hubiéramos escrito “dentiste” o algo así nadie hubiera entendido.