Lo increíble es que lo dicen sin despeinarse. Sin inmutarse.
Ni siquiera preocuparse o sonrojarse. Ni
nada terminado en arse. Y son
coherentes, lo aplican en su vida diaria.
Tienen un teléfono. O varios. Más inteligentes que yo.
Sirven para jugar, cuadrar agenda, ubicar lugares, pedir el almuerzo, tomar
fotos, manejar un dron… en fin.
Personajes como sus amigos, conocidos, parientes, superiores y
subalternos conocen el número. Múltiples circunstancias diarias, semanales,
mensuales o existenciales demandan utilizar el dispositivo de comunicación. En
1875 Alexander Graham Bell le dijo a su ayudante –ubicado en otro piso- “venga señor Watson, lo necesito”
Ahí arrancó un inacabable intercambio verbal a través del teléfono.
Inconmensurable.
Porque no hay manera de cuantificar esas historias que
comenzaron, culminaron o se desarrollaron a través de una, varias o muchísimas llamadas. El amor en todas sus
formas, desde el romanticismo sublime hasta el empalagoso tono de
conversaciones inacabables entre adolescentes enamorados; pasando por
conversaciones no aptas para menores,
que terminaron derivando en la exitosa industria de las líneas calientes.
Pero no solo el corazón viajó a través de cables u ondas,
También la política, las decisiones claves para el futuro de las naciones o el
último recurso antes del holocausto nuclear, mediante un teléfono rojo con
derivaciones en Moscú y Washington. La misma tecnología cerró negocios que
enriquecieron a algunos y arruinaron a otros. Puso a millones a llorar o reír
con buenas o malas noticias en el auricular. Noticias que podían proceder desde
pocas cuadras de distancia o desde el otro lado del mundo.
Un día la dictadura del cable se acabó. Primero los
inalámbricos, después los celulares. El ritual salió de la casa, los teléfonos
públicos pasaron al retiro forzoso. Lo que era patrimonio familiar se convirtió
en servicio individual 24 x 7. Lo que permanecía en mesita conectado a la pared
empezó a viajar por el mundo en
bolsillos y carteras. En todo tiempo y lugar se pudo hablar de lo divino,
de lo humano, de lo trascendental, de lo efímero, de lo propio y de lo ajeno.
Y mientras la gente boleaba garganta, una alternativa se
abría paso. Nada nuevo, como siempre. Hablar a través de la palabra escrita
existe desde que el hombre empezó a escribir. Primero fueron los intercambios
epistolares –carta va, carta viene–. Mucho tiempo después Morse inventó el
telégrafo que evolucionó hasta el telex, algo así como dos máquinas de escribir
separadas por la distancia, donde se podía ver lo que escribían en la otra.
Tecnologías que quedaron obsoletas al aparecer Internet, la mensajería
instantánea, la posibilidad de escribirse en tiempo real, y la generación del
chateo.
El chat saltó a los celulares con esa tecnología que en
español traduce algo así como “Qué ha habido”. A la opción tradicional de la
palabra hablada, se sumó la novedosa del texto escrito. Hablamos de teléfonos,
por supuesto. Y como el hijo que mata a
su padre, la serpiente que devora a su propia cola, o alguna otra metáfora
igualmente dramática, llegan los protagonistas a los que aludíamos en el primer
párrafo.
Nos referimos a esos que jamás contestan. Quienes
–comunicativamente hablando- solo lo usan para leer y escribir textos y que,
sin despeinarse, inmutarse, preocuparse ni sonrojarse proclaman “No, es que yo
ya no hablo por teléfono.