martes, 17 de mayo de 2016

Bonito aparato. ¿Para qué sirve?


Lo increíble es que lo dicen sin despeinarse. Sin inmutarse. Ni siquiera preocuparse o sonrojarse.  Ni nada terminado en arse.  Y son coherentes, lo aplican en su vida diaria.

Tienen un teléfono. O varios. Más inteligentes que yo. Sirven para jugar, cuadrar agenda, ubicar lugares, pedir el almuerzo, tomar fotos, manejar un dron…  en fin.

Personajes como sus amigos, conocidos, parientes, superiores y subalternos conocen el número. Múltiples circunstancias diarias, semanales, mensuales o existenciales demandan utilizar el dispositivo de comunicación. En 1875 Alexander Graham Bell le dijo a su ayudante –ubicado en  otro piso- “venga señor Watson, lo necesito” Ahí arrancó un inacabable intercambio verbal a través del teléfono. Inconmensurable.

Porque no hay manera de cuantificar esas historias que comenzaron, culminaron o se desarrollaron a través de una, varias  o muchísimas llamadas. El amor en todas sus formas, desde el romanticismo sublime hasta el empalagoso tono de conversaciones inacabables entre adolescentes enamorados; pasando por conversaciones no aptas para  menores, que terminaron derivando en la exitosa industria de las líneas calientes.

Pero no solo el corazón viajó a través de cables u ondas, También la política, las decisiones claves para el futuro de las naciones o el último recurso antes del holocausto nuclear, mediante un teléfono rojo con derivaciones en Moscú y Washington. La misma tecnología cerró negocios que enriquecieron a algunos y arruinaron a otros. Puso a millones a llorar o reír con buenas o malas noticias en el auricular. Noticias que podían proceder desde pocas cuadras de distancia o desde el otro lado del mundo.

Un día la dictadura del cable se acabó. Primero los inalámbricos, después los celulares. El ritual salió de la casa, los teléfonos públicos pasaron al retiro forzoso. Lo que era patrimonio familiar se convirtió en servicio individual 24 x 7. Lo que permanecía en mesita conectado a la pared empezó a  viajar por el mundo en bolsillos y carteras.  En  todo tiempo y lugar se pudo hablar de lo divino, de lo humano, de lo trascendental, de lo efímero, de lo propio y de lo ajeno.

Y mientras la gente boleaba garganta, una alternativa se abría paso. Nada nuevo, como siempre. Hablar a través de la palabra escrita existe desde que el hombre empezó a escribir. Primero fueron los intercambios epistolares –carta va, carta viene–. Mucho tiempo después Morse inventó el telégrafo que evolucionó hasta el telex, algo así como dos máquinas de escribir separadas por la distancia, donde se podía ver lo que escribían en la otra. Tecnologías que quedaron obsoletas al aparecer Internet, la mensajería instantánea, la posibilidad de escribirse en tiempo real, y la generación del chateo.

El chat saltó a los celulares con esa tecnología que en español traduce algo así como “Qué ha habido”. A la opción tradicional de la palabra hablada, se sumó la novedosa del texto escrito. Hablamos de teléfonos, por supuesto. Y como el  hijo que mata a su padre, la serpiente que devora a su propia cola, o alguna otra metáfora igualmente dramática, llegan los protagonistas a los que aludíamos en el primer párrafo.

Nos referimos a esos que jamás contestan. Quienes –comunicativamente hablando- solo lo usan para leer y escribir textos y que, sin despeinarse, inmutarse, preocuparse ni sonrojarse proclaman “No, es que yo ya no hablo por teléfono.