miércoles, 21 de febrero de 2024

Seguridad ante todo

Fue mucho lo que debió ocurrir antes de que Maria Fernanda y José Alberto llevaran a Majita a la ciclovía dominical. Majita, por cierto, es diminutivo de Majo, que a su vez es acrónimo de Maria José, nombre cuyo origen no requiere mayores explicaciones.

Hija única en una generación de padres sobreprotectores, la vida de Majita transcurre en una burbuja de seguridad. Ninguna prevención es suficiente para alejar a la pequeña de riesgos reales, potenciales o ficticios. Cada detalle de su existencia viene precedido de planeación, acciones, adquisiciones y aplicación de medidas preventivas destinadas a neutralizar cualquier amenaza, por insignificante que parezca.

Cuando las condiciones de edad y coordinación motora permitieron ampliar el inventario lúdico de la pequeña con un vehículo de dos ruedas y pedales, hubo consulta previa. Incluyó a servicios de pediatría, psicología, pedagogía y mecánica; amigos varios y parientes. Hasta que la abuela, tan vieja como sabia, puso punto final con un “déjense de pendejadas y compren esa bicicleta”.

Adquisición que, por supuesto, demandó estudio de mercado, investigación detallada de implementos de seguridad, curso acelerado de ergonomía y repaso concienzudo de la normatividad vigente para la circulación de velocípedos. El edificio del apartamento que habitan Majita y familia tiene una especie de patio trasero, adaptado como parque. La adecuación incluye una estructura modular desmontable con rodadero y columpios, un tapete de gramilla artificial y un área ideal para recorridos cortos. 

En ese lugar —con casco, rodilleras, guantes y traje reflectivo— la pequeña astronauta dio sus primeros pedalazos en un vehículo dotado de ruedas auxiliares. En menos de una hora el sistema de entrenamiento era carga inútil y la niña rodaba a velocidad creciente por el parque interno. Todo, claro, debidamente acompañada por papá, por mamá o por los dos.  En cuestión de días se hizo evidente que la Mariana Pajón en miniatura necesitaba más espacio. Por suerte, la ciudad contaba con una ciclovía dominical donde se cerraban amplios sectores de calzada al tránsito vehicular, dejándolas para uso exclusivo de caminantes, patinantes y pedaleantes.

Antes de dar el paso, había que anticipar cualquier eventualidad. Majita pasó horas aprendiendo conceptos básicos de tránsito como el uso del carril adecuado, el significado de señales y semáforos, cuando parar, cuando pasar, cuando ceder el paso, cuando girar y hasta límites de velocidad. Superada la fase de capacitación finalmente llegó ese fin de semana en el cual la pequeña hizo su debut en la ciclovía, 

La niña encabezaba la caravana, flanqueada por dos parientes (reclutados a última hora) a lado y lado. Cerraban Maria Fernanda y José Alberto. El sol brillaba, Majita pedaleaba, los demás trotaban, los padres se preocupaban, los parientes se divertían. Lentamente papá y mamá comenzaron a relajarse ante la obvia destreza de su hija, complementada con los elementos de protección personal.

Majita no tuvo la culpa. Ella se limitó a hacer lo que le enseñaron: parar, antes de las líneas blancas dibujadas en el piso, cuando el semáforo pasó a rojo. La madre, despistada en una conversación con su pareja, se enredó con la llanta trasera de la cicla de su hija, perdió el equilibrio y camino al piso se agarró del padre, quien superado por la inercia su sumó al aterrizaje forzoso. Resultado: pareja en el pavimento, ropa rasgada, brazos raspados, hija desconcertada y público risueño, comenzando por los parientes.

Seguridad ante todo.