miércoles, 3 de mayo de 2023

Caviar, Rolls Royce, Montecarlo, televisión y otros lujos


Hace muchos años para ver televisión bastaba con un televisor y una antena. O la presencia del tipo de la señal. Incluso existían privilegiados que por ubicación y cercanía a los equipos de transmisión captaban -mediante un aparato comprado a plazos con antena incorporada- la imagen del único canal disponible con una calidad entre aceptable y óptima. 

Las series, musicales, dibujos animados, programas de variedades y noticieros se veían interrumpidos por comerciales. Y alguien hacía la pregunta cuchi-cuchi. “¿No hay alguna manera de ver televisión sin comerciales?” Y venía la respuesta igualmente cuchi-cuchi. “Sí, pero tocaría pagar por ver televisión”.

Muchos años después, frente a alguna de las pantallas que han copado nuestra existencia, quien esto escribe, además de parafrasear a García Márquez, recuerda esos lejanos días y se da cuenta de que todo era mentira.

Integremos en un solo combo lo de televisor y antena. Fueron como treinta años en Colombia donde con disponer de estos era suficiente para sintonizar los canales existentes, que llegaron a ser tres. Pero en los años 80 aparecieron las parabólicas. Poco a poco invadieron conjuntos cerrados, barrios, municipios y diversas formas de comunidades. Por el pago de una pequeña cuota se tenía acceso a una cantidad enorme y variopinta de canales. Incluyendo muchos peruanos, en los que conocimos a la señorita Laura, a Nube luz, a Hola Yola, a Risas y salsa y a Gisela Valcárcel. Todos los programas tenían comerciales de productos que se convirtieron en una especie de sueño inalcanzable (incacola, donofrio, gloria, cusqueña) y de desilusión para quienes tuvieron la oportunidad de probarlos en viajes turísticos y de los otros.

Las parabólicas terminaron en medio de un limbo de ilegalidad aunque tal vez sobrevivan algunas. Entró la televisión por cable, que era básicamente lo mismo, pero debidamente legalizado y con una oferta mucho más organizada, variada y agringada. Pagada, por supuesto. Con un detalle que no estoy seguro si fue así desde un principio pero ahora es completamente evidente. El usuario paga por un servicio de televisión cerrada donde pasan comerciales todo el tiempo, incluyendo esos comerciales de hora completa que se llaman infomerciales y que ofrecen soluciones maravillosas para problemas que nadie sabía que existían.

Así que ahora se paga para ver televisión y para ver publicidad. Y un día se inventaron algo llamado internet. Otro día a alguien -todos saben de quien hablo pero no es tan fácil la insinuación xilofónica – se le ocurrió ofrecer películas pagadas por internet aprovechando una tecnología denominada streaming. Le fue tan bien,  que su idea fue retomada por otros, incluyendo los dueños de muchos de los canales de tv cable. Es más, en el servicio de cable que uno paga, hacen publicidad del otro servicio por el que uno también debe pagar.

Y mientras esto pasaba, en Colombia la antena tradicional pasó a ser pieza de museo por cuenta de una nueva tecnología, la TDT. Sumando todo hoy, para ver televisión, se necesita:

- Un televisor con tecnología TDT. Si no se tiene ese televisor, entonces un adaptador para TDT.

- Si quiere ver canales de cable, pagar por el servicio.

- Si quiere acceder al streaming pagar a cada una de las plataformas que ofrece el servicio.  Importante esto. Es a cada una por aparte. No doy nombres pero una búsqueda rápida en internet  mostró 9 servicios diferentes (solo en Colombia), cada uno con su respectiva cuenta. 

- Es decir, que para ver televisión se necesita hoy en día un aparato que se pueda conectar a TDT ($), un servicio de cable ($$), una suscripción diferente por cada plataforma de streaming ($$$), un dispositivo que se pueda conectar a internet ($$$$) y un servicio de acceso de internet ($$$$$).  

Cada elemento factura por aparte. Si esto no significa que ver televisión se volvió un lujo, por lo menos se le parece bastante.