La explosión en la casa azul despertó al barrio entero y a sus alrededores. Pudo ser peor. A esa hora, el único ocupante del edificio era el vigilante nocturno. La construcción quedaba en la mitad de un lote baldío sin viviendas aledañas y los muros, aunque quedaron bien resquebrajados, aguantaron el bombazo. Estos factores, sumados, limitaron a gran susto lo que tenía potencial de tragedia.
Dos días después del incidente, la causa seguía siendo un misterio. Versiones no oficiales hablaban de fábrica clandestina de pólvora o almacenamiento ilegal de pipetas de gas. Además, faltaba encontrar los restos de la víctima. Se formó el equipo de búsqueda con dos operarios de la Alcaldía, un bombero y una funcionaria de policía judicial, coordinados por un voluntario de la Defensa Civil de apellido Guarnizo.
Superado el sobresalto inicial, la zona de desastre se volvió zona de turismo. Gente del barrio y más allá invadieron el sector mirando, preguntando… y estorbando. Solo aportaron falta de información sobre el vigilante. Como los dueños de la casa no aparecían por ninguna parte, los únicos datos venían de los vecinos. Que llegaba de noche, dijo una señora; que no era del barrio, confirmó un desempleado; que nadie sabía el nombre, dijo el de la tienda; que parecía un tipo importante e inteligente, sostuvo un borracho mañanero.
Mientras Guarnizo y su gente revolcaban los escombros, el personal de patos comenzó a retomar sus vidas. Primero se fueron las amas de casa y otros con tareas pendientes. Después emigraron los niños, atendiendo llamados maternales o simplemente cambiando el juego del día. Ya en la tarde solo quedaban los desocupados: desempleados, jubilados y el borracho mañanero, que ya era borracho vespertino.
Borracho cansón. Porque si no cantaba —lo cual hacía muy, pero muy mal—, insistía en el elogio incondicional del vigilante fallecido quien ganaba cualidades en cada perorata. Además de importante e inteligente se vestía bien, tenía éxito entre las mujeres, era buen hijo y amigo fiel a toda prueba, poseía dentadura perfecta y no perdía misa los domingos.
Cuando los últimos curiosos se fueron, el borracho, al perder su público natural, optó por el público cautivo y se metió a lo que quedaba de la casa. Concentrados en la infructuosa búsqueda, en principio nadie le prestó atención. Pero el sirirí pasó de paisaje a ruido de fondo, de ruido de fondo a bulla, de bulla a molestia y de molestia a estorbo. Guarnizo frenteó al sujeto con un por favor retírese que no sirvió para nada. Un segundo intento y el intruso ni se movía, ni se callaba. El coordinador intentó rescatar del fondo alcohólico una mínima racionalidad y empezó por decirle al tipo si le parecía bien estar todo el día borracho.
—Es que estoy celebrando lo que pasó hace tres días.
—¿Qué nos puede contar de eso?
—Eso hizo puuummm y sonó durísimo pero el importante, el inteligente, el bien vestido, el buen hijo que le gusta a todas las viejas…
—¿El vigilante?
—Sí, este man… (A esas alturas Guarnizo, la policía judicial, el bombero y los operarios estaban todos pendientes del borracho)
—Este man salió a buscar una tienda como veinte minutos antes de la explosión. O sea que me salvé de milagro. Carajo, si uno no bebe después de eso, ¿entonces cuándo?