“La enorme y redonda luna de plata colgaba sobre los techos marrones de la ciudad después de medianoche. Y de fondo, el rítmico, intermitente, pero profundo cantar de los grillos enamorados.”
No es momento de señalar que la luna no es de plata sino de roca, y que si los techos están marrones es porque el zinc de las tejas se ha oxidado, lo que tarde o temprano se convertirá en goteras. Lo que se le cuestiona al poeta de turno es haber subido de categoría a esos bichos escandalosos de tierra caliente.
Porque una cosa es un cri cri al otro lado de la ventana, y otra el mismo sonido, ganando intensidad sospechosamente, a la una de la mañana al interior de una habitación.
Como en las parejas el que tiene genes de cazador es el hombre, corresponde a la parte masculina levantarse a la medianoche a investigar el cri cri. Inevitablemente, pasará lo siguiente:
El empezará a mirar, tratando de orientar sus ojos de acuerdo con el sonido. Primera lección, Con la luz apagada no se ve nada. Así que con el cri cri in crescendo, encenderá la luz y...
Silencio total.
Apaga la luz.
Cri cri.
Enciende
Silencio.
Apaga
Cri cri, cri cri.
Treinta minutos después cambiará de táctica. Se concentrará, calculará intensidad y tono, ubicará el rincón exacto, se situará en posición de combate y...clic.
Ahí estará. Un grillo. Con su cara de viejo melancólico, sus patas largas articuladas, esperando la oscuridad para continuar su canción de amor. Segundos después será un grillo demostrando su habilidad para el salto, al esquivar el primer chancletazo.
Seguirá una sucesión de saltos y chancletazos hasta que el insecto salga del cuarto, o termine convertido en puré de grillo. El hombre, agotado pero con la adrenalina a mil por hora, y la mujer, asustada ante el escándalo, no podrán volver a dormir en toda la noche.
Y todo por culpa de un grillo enamorado
Bicho maldito.