jueves, 31 de marzo de 2016

Historias de película lejos de casa. La fila


Cuando la tecnología para ver cine en casa no existía, o era privilegio de multimillonarios,  el séptimo arte se veía en los teatros. Con dos filas previas. Una para comprar boletas y otra para entrar. Suena sencillo. Era una pesadilla.

Si se trataba de plan familia, lo primero era  poner de acuerdo a padres, hijos, hermanos, hermanas, primos y amigo colado sobre la película elegida. La decisión debía tomarse en casa porque no había multiplex. Había un teatro donde pasaban una película. Existían tres horarios que aplicaban todos los teatros: matiné, de 3 a 3.30; vespertina, de 6 a 6.30 y noche, de 9 a 9.30. Algunas salas ofrecían un matinal entre 11 y 12 de la mañana los domingos, solo para niños. Enfatizamos lo del horario porque estaba diseñado para que en circunstancias normales cambiar de teatro fuera demasiado complicado.

Circunstancias normales eran una ¡FILA! (léase filotota) Perdón, dos ¡FILAS! La de comprar boletas y la de entrar. Los teatros daban directo a la calle. No estaban dentro de un centro comercial. Las colas respectivas estaban expuestas a los elementos, por lo que podía ser un grupo de personas al borde de la insolación o una seguidilla interminable de paraguas e impermeables improvisados. Aunque el cigarrillo ya estaba erradicado del interior de las salas, todavía no miraban feo al que fumaba en la calle. Quién sabe cuantos cánceres se forjaron en medio de una espera a que abrieran la taquilla mientras delante y detrás del abstemio los potenciales espectadores echaban humo.

Las filas se formaban mucho antes de abrir las taquillas.  Y entre más taquillera era la película, más temprano comenzaba el calvario.  Hubo filas históricas con vuelta completa a  la cuadra y doble vuelta completa a la cuadra. Hubo quienes llegaron con la intención de entrar a matiné y terminaron ingresando a vespertina.  O a noche. O  no ingresaron ese día.  Cuando los tiquetes para la función de las tres se terminaban, cerraban la taquilla y solo volvía a abrirse, digamos, a las 5.30. Y entre tanto fila y cigarrillo. Sin smartphones para consultar facebook. Tampoco había facebook.

La congestión generó el mercado negro. Hubo quienes se especializaron en madrugar con el fin de coger los primeros puestos, hacer compras masivas  y luego dedicarse a la reventa a precios exorbitantes. Algunos teatros creyeron solucionar el problema mediante la restricción a dos boletas  por persona. Lo cual sirvió... para crearle variantes al negocio especulativo. Madrugadores que no vendían boletas, vendían el puesto. Otros armaban el carrusel de colados gracias al cual, compraban boleta, salían, se colaban, compraban boletas y así sucesivamente hasta acaparar la totalidad de las entradas disponibles.

La fila era un territorio civilizado mientras la taquilla estuviera cerrada, pero cuando comenzaban las ventas se volvía el reino de los colados. A medida que la distancia entre taquilla y comprador se iba reduciendo, venía la metamorfosis. El usuario de los últimos puestos hacía comentarios indignados en voz baja. El que se acercaba empezaba a gritar ¡colaaa! ¡hagan fila! o *%&//, de acuerdo con el estrato social y el nivel de exasperación.  Ya a pocos metros de la baranda que limitaba el   acceso a la taquilla el sujeto o sujeto mutaba en un energúmeno o energúmena que, a punta de codazos, empujones y adjetivos, rechazaba colados potenciales mientras se abría paso hasta el punto de venta.  Cuando finalmente lo lograba, era una especie de orgasmo. Solo  faltaba entrar y, ahora sí, a disfrutar de la película

Falso, todavía faltaba la  batalla de los  puestos.

(Continuará)