Sumergido en la consulta de alguna inaplazable banalidad
reportada a través de las redes sociales, Brayan Guillermo no se dio cuenta, en
principio, de que algo raro pasaba.
Veterano en las operaciones que involucraban reservar turno, había
cumplido con el protocolo. Parqueó moto, ingresó al local, tomó una ficha de la
máquina, miró el tablero electrónico y tomó nota mental. Puesto (de él) P-42.
Puesto en turno: P-30.
La buena noticia era que en la sala de espera –nombre
elegante para las sillas de plástico alineadas en bloques de 5–, apenas se veían cinco personas. Una pareja de
ancianos, una señora en conversación constante con la que parecía su hija y el
caballero con cara de bravo y ojos que
saltaban continuamente del tablero a la ficha en su mano.
Tras el paneo inicial Brayan optó por pasar el tiempo
navegando en su teléfono inteligente. La lectura solo se interrumpía cuando el
sonido de la campana advertía sobre el
cambio de turno. Decía la teoría que iba a pasar lo siguiente: llamarían un
turno, ante la ausencia convocarían otro, y otro y en pocos minutos le tocaría a él.
La primera señal de alarma coincidió con el segundo pitido.
En el primero habían despachado a las señoras conversadoras. En el segundo
apareció otra señora, con niño, Algo no encajó en la imagen mental previa
almacenada por Brayan. Luego vino el viejito. Otro viejito. Sí, había visto un
viejito, pero este no era. Una mirada al sitio donde estaba la pareja de
ancianos confirmó que tal vez eran contemporáneos, pero definitivamente eran diferentes,
A medida que se despachaban los turnos, la congestión en la
sala de espera aumentaba. Pero lo exótico del asunto estaba en que lo que en
principio parecía una curiosa coincidencia evolucionó a certeza. Llegaban más
personas, pero a todos los atendían antes que a Brayan. ¿Reservas previa de
ficha? Tal vez, pero todos hacían el ritual de pasar por el fichero. ¿Entonces?
Dos turnos después –incluyendo al caballero con cara de
bravo - y cuando la convocatoria movió
hasta el mostrador a dos jóvenes agraciadas que también habían arribado después
de Brayan la situación pasó oficialmente de coincidencia a fenómeno. Entonces
concentró toda su atención en el siguiente usuario que ingresara a la
dependencia. No tuvo que esperar mucho. Una monja entró y con paso firme caminó
hacia el fichero donde tomó su turno...
Lo que aconteció después le dio para pensar a Guillermo durante
los 45 minutos adicionales que debió esperar hasta cuando, por fin, despacharon su
turno. La primera idea fue hacer un reclamo,
pero una breve reflexión le mostró el poco futuro de esa iniciativa. Así que
ante la imposibilidad de cambiar su destino, solo le quedaba la opción de
intentar entenderlo.
Primera duda. ¿Qué extraño gusto, placer o retribución
encontraba la pareja de ancianos en tomar muchas fichas y dedicarse a
entregarlas a los clientes que iban llegando?
Y segunda, por qué, de todos los clientes, precisamente a
él, a Brayan Guillermo, no le cambiaron la ficha, lo que lo dejó, en la
práctica, al final de la fila.
Para Brayan Guillermo, ese par de hechos siguen siendo el mayor de los misterios.
Para Brayan Guillermo, ese par de hechos siguen siendo el mayor de los misterios.