martes, 5 de abril de 2016

Historias de películas lejos de casa. La batalla de los puestos


Antes de que el cine desarrollara sus versiones caseras, la gran mayoría de los usuarios iba a los teatros. Esto implicaba dos filas, una para comprar boletas y otra para entrar. En ellas no faltaba un curioso personaje. Hacía la cola de entrada. Comenzaba a moverse con todos cuando habilitaban el ingreso pero,  justo cuando llegaba a la puerta se hacía a un lado, dejando pasar a quienes venían detrás. Algunas veces permanecía ahí, a un ladito y en otras se iba hasta el final de la hilera y repetía el proceso.

Se trataba del respaldo de la fila de entrada. Mientras sus coequiperos libraban la batalla para adquirir tiquetes, él iba ganando tiempo con el fin de poder entrar rápidamente al teatro. Pero como cada cola tenía su propio ritmo, solía pasar que mientras él alcanzaba su meta, los de las boletas a duras penas avanzaban. Así que la opción era, como se dice ahora, dar un paso al costado.

Esta combinación de formas de lucha tenía una justificación. No existían las localidades numeradas. Quien entraba primero cogía las mejores ubicaciones. Como los teatros eran gigantescos, las sillas que casi todo el mundo anhelaba estaban lejos de la pantalla,  hacia el centro. El “casi” eran los novios que aprovechaban la oscuridad para expresiones de cariño de esas que hoy en día se hacen a plena luz del día en cualquier sitio público. Ellos optaban por los rincones discretos y alejados.

Pero volvamos al grueso de la  población. En ese tiempo al cine se iba en patota. Y entre más grande era el grupo, más complicada la ubicación. Porque cuando la zona VIP se ocupaba, antes de irse para los puntos de baja visibilidad el plan B era  aprovechar  los claros.  Entonces papá quedaba en la silla de la izquierda, mamá a cuatro asientos de distancia, los hermanos dos filas atrás, el amigo colado arriba y a la salida nos vemos.

Claro que existía la posibilidad de reservar ubicaciones. Era un territorio semisalvaje. Los primeros que llegaban ocupaban una o dos sillas con personas y 10 más con sacos, carteras, maletines, bufandas o cualquier señal no verbal que, se supone, expresaba claramente que dicha  ubicación estaba “ocupada”.

Pero cuando el cuidador era demasiado joven, se veía demasiado débil o se distraía, no faltaba el grupo que quitaba bufandas, sacos, carteras o lo que fuera y se sentaba. Y cuando llegaban los que habían “reservado” comenzaba la batalla verbal. Que los puestos estaban guardados. Que usted no es la dueña del teatro. Que las sillas son para sentarse, no para poner cosas. Que yo llegué primero. Que páreme si puede.

La discusión podía prolongarse hasta cuando las luces se apagaban. Si en ese momento ninguno de los dos contendores había cedido, entraba en acción la presión social. El resto del teatro empezaba a chiflar a  los opositores hasta que, resignado, alguno de los dos grupos tenía que reubicarse en esos sitios donde nadie quería ubicarse.

Hablamos de los últimos lugares de los niveles superiores (había teatros con dos, incluso tres pisos). Allí  donde uno se sentía viendo televisión, y en un televisor de los pequeños. Hablamos de las primeras filas, -donde uno no veía la película, la película lo veía a uno- Hablamos de los costados y rincones donde, en el mejor de los casos, se podía ver media película por el precio de una.

Hablamos del espacio reservado a quienes habían perdido la batalla de los puestos.