Antes de que el cine desarrollara sus versiones caseras, la
gran mayoría de los usuarios iba a los teatros. Esto implicaba dos filas, una
para comprar boletas y otra para entrar. En ellas no faltaba un curioso
personaje. Hacía la cola de entrada. Comenzaba a moverse con todos cuando
habilitaban el ingreso pero, justo
cuando llegaba a la puerta se hacía a un lado, dejando pasar a quienes venían
detrás. Algunas veces permanecía ahí, a un ladito y en otras se iba hasta el
final de la hilera y repetía el proceso.
Se trataba del respaldo de la fila de entrada. Mientras sus
coequiperos libraban la batalla para adquirir tiquetes, él iba ganando tiempo
con el fin de poder entrar rápidamente al teatro. Pero como cada cola tenía su
propio ritmo, solía pasar que mientras él alcanzaba su meta, los de las boletas
a duras penas avanzaban. Así que la opción era, como se dice ahora, dar un paso
al costado.
Esta combinación de formas de lucha tenía una justificación.
No existían las localidades numeradas. Quien entraba primero cogía las mejores
ubicaciones. Como los teatros eran gigantescos, las sillas que casi todo el
mundo anhelaba estaban lejos de la pantalla,
hacia el centro. El “casi” eran los novios que aprovechaban la oscuridad
para expresiones de cariño de esas que hoy en día se hacen a plena luz del día
en cualquier sitio público. Ellos optaban por los rincones discretos y
alejados.
Pero volvamos al grueso de la población. En ese tiempo al cine se iba en
patota. Y entre más grande era el grupo, más complicada la ubicación. Porque
cuando la zona VIP se ocupaba, antes de irse para los puntos de baja visibilidad el plan B era aprovechar
los claros. Entonces papá quedaba
en la silla de la izquierda, mamá a cuatro asientos de distancia, los hermanos
dos filas atrás, el amigo colado arriba y a la salida nos vemos.
Claro que existía la posibilidad de reservar ubicaciones. Era un territorio semisalvaje. Los primeros que llegaban ocupaban una o dos sillas
con personas y 10 más con sacos, carteras, maletines, bufandas o cualquier
señal no verbal que, se supone,
expresaba claramente que dicha ubicación
estaba “ocupada”.
Pero cuando el cuidador era demasiado joven, se veía
demasiado débil o se distraía, no faltaba el grupo que quitaba bufandas, sacos,
carteras o lo que fuera y se sentaba. Y cuando llegaban los que habían
“reservado” comenzaba la batalla verbal. Que los puestos estaban guardados. Que
usted no es la dueña del teatro. Que las sillas son para sentarse, no para
poner cosas. Que yo llegué primero. Que páreme si puede.
La discusión podía prolongarse hasta cuando las luces se
apagaban. Si en ese momento ninguno de los dos contendores había cedido,
entraba en acción la presión social. El resto del teatro empezaba a chiflar a los opositores hasta que, resignado, alguno
de los dos grupos tenía que reubicarse en esos sitios donde nadie quería
ubicarse.
Hablamos de los últimos lugares de los niveles superiores
(había teatros con dos, incluso tres pisos). Allí donde uno se sentía viendo televisión, y en un televisor de los
pequeños. Hablamos de las primeras filas, -donde uno no veía la película, la
película lo veía a uno- Hablamos de los costados y rincones donde, en el mejor
de los casos, se podía ver media película por el precio de una.