Debe existir alguna explicación que combina la metalurgia,
el sistema, las palancas, los materiales, las guardas, la temperatura ambiente,
la genética, la dieta diaria y el color de los ojos. Pero –que yo sepa– nadie
la conoce. Aprovecho para dármelas de científico y lanzar una hipótesis. Los
seres humanos se dividen en tres: el tipo promedio, el tipo cerrado y el tipo
abierto.
Momento de precisar que hablamos de introducir, girar y
sacar. Es decir de cerrajería. Ese
sencillo proceso que abarca tres pasos: la llave entra, se mueve y el
respectivo mecanismo se acciona con el fin de abrir la puerta, candado,
picaporte o lo que sea.
Pero para un grupo no tan pequeño de seres humanos, el
asunto funciona de manera diferente. O mejor, no funciona. Ellos son los que
denomino el tipo cerrado. Me refiero a quienes constantemente protagonizan
situaciones en las que la llave no entra, o entra pero no se mueve, o se mueve
pero no abre, o se mueve y abre pero después no sale o todas las anteriores.
Suele pasar en los momentos más inoportunos. Tarde en la
noche frente a la puerta de la casa mientras rondan por ahí personajes con cara
de afiche de denúncielos. A plena luz del día, en el mismo lugar, mientras el organismo del
sujeto demanda procesos indelegables que deben realizarse a fondo a la derecha.
Cinco minutos después de cerrar y salir a una cita urgente con el tiempo exacto
para entregar los papeles. ¿Cuáles papeles? Los que se quedaron dentro del
apartamento.
A mayor afán por abrir, más complejo se vuelve el proceso.
Mientras el candado, la cerradura o lo que sea ejercen tenaz resistencia el
tipo cerrado se estresa, suda, sus manos se vuelven torpes y de aperturas o
similares, nada de nada.
Los finales de estas historias incluyen un extenso
inventario de llaves dobladas, rotas,
torcidas y chuecas, abundancia de palabras no aptas para oídos
sensibles, retrasos en citas clave y desenlaces dramáticos a este lado de la
puerta. Cerrada, por supuesto.
Al otro extremo de la escala está el tipo abierto. El que al
igual que la mayoría de la gente, ignora los detalles técnicos del
funcionamiento de cerraduras, chapas, candados, llaves o cerrojos. Pero algo en
su código genético lo dotó para detectar la acción requerida que derrota el
mecanismo rebelde. En cuestión de segundos aprende cual es ese movimiento
sutil, combinación de fuerza, sacudón de puerta o vibración manual que
domestica las más arisca de las cerraduras. Y entra.
La relación del tipo abierto con el tipo cerrado va del amor
al odio con escala en la envidia. Amor cuando el primero llega en el momento
preciso para –literalmente– abrirle paso hacia sus objetivos. Envidia del
segundo al notar la facilidad con la que, en pocos segundos, el otro soluciona
ese problema que parece insalvable. El momento del odio vendrá más tarde.
Porque después de abrir, el tipo abierto dedica unos minutos a explicar al tipo
cerrado el truco. Ensayan varias veces hasta lograr el éxito total. Y tiempo
después –el mismo día en la noche, por ejemplo– el tipo cerrado llega a la
puerta, saca la llave y…
…no entra, entra pero no se mueve, se mueve pero no abre.