Lo reconozco. Soy
envidioso y mezquino. No hay ninguna intención loable o positiva en lo que
usted ha comenzado a leer. Me motivan sentimientos bajos, roñosos y sórdidos.
No me quejo de mi infancia, pero cada día que pasa, me siento estafado. Y
pienso que así como me tocó a mí, a ellos también debería tocarles.
Ellos son los niños de hoy. Ellos, los que deciden la
actividad de fin de semana, escogen el restaurante, establecen el menú y a
duras penas lo prueban antes de arrastrar a sus progenitores a cualquier
actividad complementaria, elegida, como no, por ellos, los niños de hoy.
Nada que ver con mi generación, que no solo debía resignarse
al dónde, cuándo y qué le servían en el plato, sino, lo más complicado, tenía
que comérselo. En serio. Abstenerse implicaba graves riesgos que podían hacerse
efectivos de inmediato (léase pellizco, bofetón y otras acciones pedagógicas) o la condena diferida…”espere
a que lleguemos a la casa”.
Así que el sentido común recomendaba engullirse el manjar de
turno. Inevitablemente incluía alguna delicia como poteca de ahuyama, brócoli o
sopa de mano (véase párrafo siguiente). En casos excepcionales había algo
adecuado para nuestra edad o gusto (pollo frito, papitas fritas, salchichas),
generalmente combinado con remolacha o ensalada bañada en alguna vinagreta, de
esas que impregnaban todo el plato con su sabor.
(Sopa de mano: Potaje de origen e ingredientes desconocidos
y consistencia espesa, que genera la sensación de que en cualquier momento
surgirá de su interior una mano con la firme intención de agarrarnos el
cuello).
Cumplida la gesta contra la comida saludable, venía el
momento de… esperar. Pararse de la mesa sin permiso y supervisión adulta no
estaba en el libreto. Incontables fueron las horas perdidas para columpios,
rodaderos, parques y demás espacios infantiles mientras los adultos hablaban de
cosas “importantes” en medio de la sobremesa. Ellos decidían cuando levantarse
y lo que venía después. A veces juegos, pero otras, muchas, simplemente para la
casa. Y no haga mucho ruido que su papá necesita descansar.
Sí, de niños soñábamos con ese momento en que íbamos a ser
los grandes. Íbamos a escoger el restaurante. Íbamos a comer lo que
quisiéramos. Íbamos a definir lo que venía después.
La ventaja era que no había que preocuparse
por la cuenta. Prerrogativa que se hizo notoria con el paso del tiempo, cuando
crecimos, generamos ingresos y empezamos a conjugar el verbo pagar. En los comienzos, el salario no permitía darse demasiados gustos. Luego nos
casamos, nos reprodujimos y ya sabemos lo que pasó. Por cuenta de los derechos
del niño y el libre desarrollo de las personalidad los roles se invirtieron. Así
que la autonomía gastronómica se aplazó hasta nueva orden.
Pero como no hay plazo que no se cumpla, finalmente llegó
ese día en que teníamos el tiempo, la autonomía y el dinero para comer en la
calle lo que se nos diera la gana. Siempre y cuando coincidiera con las
recomendaciones –o prohibiciones– del médico ese que nos restringió la grasa,
los carbohidratos, los postres… etcétera.
Definitivamente, me siento estafado.