jueves, 20 de agosto de 2015

No, no, no nos leerán


El libro, como tal, no pinta mal. Es de esos que demandan un esfuerzo inicial del lector antes de quedar sumergido en la trama, pero una vez superado ese primer escollo hace lo que hace un buen texto. Por lo menos en ese criterio coinciden amigos, críticos, e incluso compañeros ocasionales de conversación donde el susodicho texto sale a relucir.

Pero para este lector en particular –al que llamaremos, como no, El Lector­– la publicación mencionada está vetada. No porque alguna creencia o norma prohíba su lectura, sino porque fuerzas tan misteriosas como inexorables se interponen entre las letras y su cerebro.

En tiempos donde no solo los minutos escasean –por algo los venden– sino las horas y hasta los días, la vida funciona con estrictos cronogramas donde cada actividad tiene su momento. La lectura recreativa, afición del protagonista de turno, ha quedado relegada a los periodos de espera. Filas, citas, instantes previos a cualquier actividad. Pero con este libro, ni eso ha funcionado.

Cuando la espera es larga, el libro no está ahí. Porque se quedó en la casa, en el carro, en el baño… o porque al volarse de la oficina para hacer fila en el banco, el lector está en la institución financiera  y el leíble en el sitio de trabajo.

Claro, no siempre es así. Pero la presencia del texto tiene un efecto agilizador. Solo es que lo tenga disponible en su maletín para que las filas de bancos, centros de pago, taquillas –o de cualquier actividad que implique una hilera– desaparezcan como por arte de magia. Y en una sala de espera o la antesala de una cita es automático. El libro sale, se abre y en ese momento lo llaman – al Lector- o llega el esperado.

Muy de vez en cuando nuestro personaje saca tiempo para ir a un cine o a un teatro al que siempre arriba apenas con tiempo para ingresar. Allí pasa una de tres cosas. Va con alguien cuya conversación imposibilita conjugar el verbo leer, la luz es insuficiente o… está solo, la luz es excelente, saca el libro y... justo en ese momento la sala queda a oscuras.

Ciertas características fisiológicas que, dicen los médicos, no son enfermedad sino particularidad, dejan por fuera el transporte cuando él no es el conductor –bus, taxi, avión, tren, carro de otro–. Lector  forma parte de esa tercera parte de la población mundial que se marea cuando intenta leer en movimiento.

Algo similar ocurre con el santuario, digo, el sanitario. Solo que en esta ocasión si parece ser una enfermedad. Por lo menos eso dicen los médicos, aunque el psiquiatra tiene otra explicación que involucra alguna experiencia negativa de la infancia. El hecho es que por alguna razón nuestro hombre solo se puede concentrar en una actividad cuando ocupa el trono. Y en la vida hay prioridades.

Hasta que al fin, una mañana cierto cliente muy importante salió a la sala de espera  y anunció que no lo podía atender en ese momento sino 45 minutos después. El jefe le confirmó que valía la pena esperar.  El Lector se acomodó, sacó su libro como quien finalmente cumple una cita altamente aplazada y…


¡Carajo, se me quedaron las gafas!