El libro, como tal,
no pinta mal. Es de esos que demandan un esfuerzo inicial del lector antes de
quedar sumergido en la trama, pero una vez superado ese primer escollo hace lo
que hace un buen texto. Por lo menos en ese criterio coinciden amigos, críticos,
e incluso compañeros ocasionales de conversación donde el susodicho texto sale
a relucir.
Pero para este
lector en particular –al que llamaremos, como no, El Lector– la publicación
mencionada está vetada. No porque alguna creencia o norma prohíba su lectura,
sino porque fuerzas tan misteriosas como inexorables se interponen entre las
letras y su cerebro.
En tiempos donde no
solo los minutos escasean –por algo los venden– sino las horas y hasta los
días, la vida funciona con estrictos cronogramas donde cada actividad tiene su
momento. La lectura recreativa, afición del protagonista de turno, ha quedado
relegada a los periodos de espera. Filas, citas, instantes previos a cualquier
actividad. Pero con este libro, ni eso ha funcionado.
Cuando la espera es
larga, el libro no está ahí. Porque se quedó en la casa, en el carro, en el
baño… o porque al volarse de la oficina para hacer fila en el banco, el lector
está en la institución financiera y el
leíble en el sitio de trabajo.
Claro, no siempre
es así. Pero la presencia del texto tiene un efecto agilizador. Solo es que lo
tenga disponible en su maletín para que las filas de bancos, centros de pago,
taquillas –o de cualquier actividad que implique una hilera– desaparezcan como
por arte de magia. Y en una sala de espera o la antesala de una cita es
automático. El libro sale, se abre y en ese momento lo llaman – al Lector- o
llega el esperado.
Muy de vez en
cuando nuestro personaje saca tiempo para ir a un cine o a un teatro al que siempre arriba
apenas con tiempo para ingresar. Allí pasa una de tres cosas. Va con alguien
cuya conversación imposibilita conjugar el verbo leer, la luz es insuficiente
o… está solo, la luz es excelente, saca el libro y... justo en ese momento la
sala queda a oscuras.
Ciertas características
fisiológicas que, dicen los médicos, no son enfermedad sino particularidad,
dejan por fuera el transporte cuando él no es el conductor –bus, taxi, avión,
tren, carro de otro–. Lector forma parte
de esa tercera parte de la población mundial que se marea cuando intenta leer
en movimiento.
Algo similar ocurre
con el santuario, digo, el sanitario. Solo que en esta ocasión si parece ser
una enfermedad. Por lo menos eso dicen los médicos, aunque el psiquiatra tiene
otra explicación que involucra alguna experiencia negativa de la infancia. El
hecho es que por alguna razón nuestro hombre solo se puede concentrar en una
actividad cuando ocupa el trono. Y en la vida hay prioridades.
Hasta que al fin,
una mañana cierto cliente muy importante salió a la sala de espera y anunció que no lo podía atender en ese
momento sino 45 minutos después. El jefe le confirmó que valía la pena esperar. El Lector se acomodó, sacó su libro como
quien finalmente cumple una cita altamente aplazada y…
¡Carajo, se me
quedaron las gafas!