jueves, 29 de septiembre de 2016

Pedagogía del manotazo

Cuando el señor Rojas notó que la luz del cuarto de Rodrigo estaba prendida pensó que el niño estaba tan cansado que se había olvidado de apagarla, le tenía miedo a la oscuridad o simplemente prefería dormir iluminado.  Pero al ingresar a la habitación vio al pequeño sentado en la silla que, junto a una mesa multiusos, la mesa de noche y la cama conformaban el mobiliario. No decía nada, no se movía y su mirada parecía fija en el lecho que, evidentemente, estaba sin tocar.

Rojas tuvo esa sensación contradictoria de pobre pelao y maldito pelao. Pobre, porque quien sabe qué extraño trauma le impedía conciliar el sueño; y maldito porque, muy a  su pesar, a él y a su familia les tocaba lidiar con ese trauma. Y es que Rodrigo, en su condición de invitado menor de edad, era hijo adoptivo durante un par de días.

Sus padres, especialmente la madre, se lo habían recomendado en todos los tonos posibles. Ese viaje era la primera salida del pequeño sin su familia nuclear. Convencerlos de que dos días en la finca de un compañero de colegio no implicaban ningún peligro mortal implicó un complejo proceso de negociación. Las instrucciones  relacionadas con salud, hábitos y comportamientos de Rodrigo daban para escribir un tratado de pedagogía. Y la dramática escena cuando pasaron a recogerlo pareció más la despedida de un soldado que se iba para la guerra que la de un niño en plan de paseo.

Esta historia ocurrió en los años 80, tiempos bárbaros en lo que no había ni celulares, ni Internet, ni GPS. Si alguien no estaba no había forma de hacerle esa marcación hombre a hombre que caracteriza las familias actuales, cuando el niño no ha terminado de atravesar la puerta y ya le preguntan vía smartphone donde está.

Rodrigo tenía 12 años y, como ya dijimos, era la primera vez que se desprendía del cascarón familiar. Pero la cosa funcionó bien y pronto el pequeño se integró sin problemas en el viaje, la comida y la sesión nocturna de juegos. Finalmente el sueño se impuso y cada uno partió hacia su habitación privada, un valor agregado de la finca.

Y allí estaba Rodrigo, alejado del sueño por quien sabe qué trauma. Rojas, papá de los de antes, solía enfrentar situaciones similares con sus propios hijos mediante la pedagogía del chancletazo. Pero por razones obvias el tratamiento no aplicaba en este caso. Así que intentó un acercamiento verbal con el invitado. Sin que se diera cuenta se convirtió en un largo sermón sobre la vida, las nuevas experiencias, la presencia espiritual de la familia y la subjetividad del concepto soledad. Pero el niño no se movió.

La señora Rojas llegó en plan de refuerzo y lo intentó primero con un tono maternal que alcanzó a ponerse un poco autoritario. Ante el fracaso argumental pasó al soborno con alguna golosina nocturna. Como esto tampoco funcionó planteó una reubicación, logísticamente complicada porque había un cuarto por usuario con espacio para uno. Pero esta  última propuesta fue lo único que generó una reacción en el pequeño.

Así que tocó levantar al hermano mayor, que a esas alturas ya estaba en el quinto sueño. Y fue este adolescente, cuyo concepto de pedagogía era fregarle la vida a su hermano menor quien notó las dos polillas sobre la cama y las espantó con un manotazo. 

Ya libre de los bichos que lo tenían asustado, con ese miedo que por pena, falta de confianza o dignidad  no se podía de reconocer ante extraños, Rodrigo concilió rápidamente el sueño.

Sin necesidad de cambiarlo de cama, por supuesto.