miércoles, 21 de junio de 2023

¿Y usted qué hace? Yo hago caso



En el manual no escrito de la supervivencia laboral que cualquier empleado conoce existen tres formas de hacer las cosas: la correcta, la incorrecta y la que diga el jefe. Si el tiempo lo permite, no es raro someterlas a una profunda evaluación por parte de los implicados y revisar objetivamente los pros y contras de cada una. Cuando hay premura, se toma una decisión basada en los elementos de análisis disponibles. En ambos casos, o en situaciones intermedias, se hace lo que diga el jefe.

Pero esta amilcarada no es de líderes, sino de empleados. De esos que están en desacuerdo, que tienen razones fundamentadas y técnicas para opinar diferente, que disponen de experiencia y conocimiento para plantear alternativas. Nótese que dijimos empleados, no ex empleados. Es decir que tienen todo lo anterior, pero no lo usan. 

Llegamos entonces a Tranquilino. No se llama así, pero se ha ganado el apelativo por su comportamiento. Y es que nadie, en la entidad donde trabaja, jamás, le ha visto el más mínimo indicador de insatisfacción. Por pertenecer al sector público, sus jefes cambian a menudo, lo que significa modificaciones de estilos, objetivos, temperamentos y, demasiadas veces, giros radicales en las rutinas.  Y como la nómina está formada por seres humanos, tanto sobresalto termina por generar alguna inconformidad que se refleja en comentarios críticos (cuando el jefe no está) o en apasionadas discusiones en los escenarios de planeación. 

Pero Tranquilino sigue imperturbable con su cara de palo, su permanente disposición a atender cualquier instrucción y su vejiga hiperactiva.

El último rasgo, si bien nunca ha estado respaldado por un diagnóstico oficial, es evidente. En toda reunión el hombre siempre se ausenta una o más veces camino al fondo a mano derecha. Y, normalmente, después de alguna reunión privada con el jefe de turno también se dirige a la habitación destinada a estos fines.

Con la pandemia vino el teletrabajo y las reuniones virtuales, condición que sigue vigente en la actualidad, algunos días de la semana. Cuando las cámaras se encienden, Tranquilino aparece con su conciliador aspecto de siempre. Aunque hay que decir que la mayor parte del tiempo no hay imagen, solo micrófonos apagados mientras el jefe habla.

Cuando eso pasa, normalmente Tranquilino está solo en casa. Su esposa e hijos han optado por usar esos horarios para pasear el perro, hacer compras, saludar a los vecinos o realizar cualquier actividad que los aleje de la zona de batalla. ¿Cuál batalla? La que Tranquilino libra contra las instrucciones que él considera absurdas, las órdenes que le parecen arbitrarias, las decisiones de los líderes que califica como estúpidas y hasta peligrosas y la ineptitud (según él) de aquellos que el destino puso en puestos de dirección.

El campo de batalla es su puesto de trabajo en casa con micrófono y cámara apagados. Allí es donde el funcionario grita, maldice, patalea, arroja cosas al piso, suelta palabrotas, describe con adjetivos poco amables las condiciones intelectuales del jefe de turno, se agarra la cabeza y en cierta ocasión hasta llegó a patear una caneca. Eso sí, solo bastan las instrucciones mágicas para que ocurra la transmutación milagrosa y Tranquilino vuelva a su imagen oficial. Encender cámara o abrir micrófono.

Por eso -no por cuestiones de productividad, comodidad o movilidad – es que Tranquilino es férreo defensor del trabajo en casa. Es que ya no tiene que encerrarse en el baño de la oficina -específicamente, en la cabina de algún sanitario-   a manotear en silencio para poder ejercer su mejor competencia laboral: hacer caso.