Muchos años habían pasado desde el último trago de
Vicente. Por eso, agradeció con una sonrisa hipócrita y forzada la elegante
botella de vino regalada por su amigo secreto. Pero tres meses después lo invitaron a la
novena donde los Anzola. Los Anzola, gente algo culta y muy arribista, eran
aficionados al vino. Así que Vicente aprovechó y se libró de la botella de
marras.
Al señor Anzola no solo le gustaba el vino. Sabía
de vinos. Y le costó bastante trabajo fingir gratitud ante esa bebida de
segunda categoría traída por el del 202.
Así que aprovechó una distracción para esconderla en el carro, lejos de
su selecto bar.
Y pasaron los días y las horas hasta las 2.30 de
la tarde del 22 de diciembre. Anzola llegó al banco donde, como siempre, Camilo
lo atendió con su habitual eficiencia y cortesía. Este había sido un año duro y
no había presupuesto para aguinaldos, a menos que...
“¡Muchas gracias doctor!” La botella, empacada en
una bolsa de regalo comprada en la esquina, tenía cierto aire de distinción. Y
en esa misma bolsa, 10 días después, le llegó al potencial suegro de Camilo,
Isaías. Aunque Camilo no conocía nada de vinos, si se lo había regalado el
doctor Anzola, era bueno. Y si era bueno, servía para ganarse más a Don Isaías.
Como la fiesta de año nuevo estuvo tan movida, la
sobredosis de aguardiente mandó al archivo de los olvidados el vino aportado
por el novio de Claudia. O mejor, el ex novio, porque esa noche pelearon. Por
eso, cuando días después doña Marta encontró la botella y preguntó a su hija qué
hacían con eso, esta se puso a llorar.
Doña Marta se acordó entonces de la tía Julia.
Julia, viuda y sin hijos, tenía 80 años y gustaba de unos “vinitos” antes de
dormir. Era dueña de un par de casas que su familia aspiraba a heredar, así que cualquier detalle
servía para sumar puntos.
Tres meses después la tía Julia se fue a mejor
vida. Don Isaías y familia heredaron las casas y otros parientes, donde estaba
Luisa Fernanda se quedaron con el bar, incluyendo cierta botella de vino sin
destapar.
Y una noche de septiembre, la siempre despistada
Luisa Fernanda cayó en cuenta de que había olvidado el regalo para el amigo
secreto que había que entregar ¡Mañana! Desesperada, recordó que en el bar de
la difunta tía Julia había una botella de vino muy elegante.