Prota le tiene terror a las inyecciones. Pero siendo un adulto cuasi mayor criado con eso de que los hombres deben ser machos, disimula cuando hay jeringas a punto de perforarlo. Mira para otro lado. Actúa (como el actor más consumado) con indiferencia. Hace chistes. Ahoga el grito en el momento del pinchazo. Al final acomoda la ropa y respira profundo con el fin de controlar la taquicardia y normalizar la presión arterial.
Prota es como Protagonista pero en corto, recurso lingüístico usado por comentaristas de cine y series en páginas web y redes sociales. El tipo no tiene nada que ver con ese mundo, pero el nombre pareció una buena forma de garantizar el anonimato del protagonista real. Ese que hoy es cobarde pero finge valor. No siempre fue así. De niño también era cobarde, aunque no hacía el más mínimo esfuerzo por ocultarlo. Cada intravenosa o intramuscular implicaba complicaciones, traumas, luchas… para los encargados de aplicarla.
Es justo reconocer que las circunstancias eran malas tirando a peor. Prota sufrió alguna enfermedad infantil que demandó una tanda, bastante larga, de inyecciones. Ya no sabe si eran diarias, día por medio, semanales o quincenales. Pero más allá de su periodicidad, las recuerda como una tortura. No solo por los pinchazos, sino por todo el ritual. En esos tiempos no había jeringas desechables. Fabricadas en vidrio, se reutilizaban. Para esterilizarlas adecuadamente se hervían, junto con las agujas. Y no pregunten cómo, pero existía un olor a jeringa hirviendo que se extendía a lo largo y ancho de la casa.
Cuando Prota lo sentía, comenzaba la película. Debajo de la cama, la mesa o la escalera; en el clóset; detrás de las persianas; en algún rincón del patio. La vieja casa abundaba en recovecos donde Prota intentó, escondido, esquivar su destino. Inevitablemente —aunque a veces les tomaba su tiempo— lo encontraban. Los buscadores aplicaban técnicas varias para el siguiente paso. Las civilizadas incluían convencer con argumentos, palabras suaves o algún chantaje, generalmente dulce. Las tradicionales abarcaban arrastrar al sujeto de una oreja, del cabello o alzado hasta el cuarto habilitado para inyectología a domicilio.
Prota a veces llegaba relativamente tranquilo al chuzadero. Esto cambiaba radicalmente al comenzar la segunda parte del ritual. Las inyecciones venían en polvo. Debían disolverse en líquido justo antes de la aplicación. El niño lo veía todo. Esa jeringa enorme con agua destilada, la cual se inyectaba en un vial de vidrio a través de la tapa de caucho. El recipiente sacudiéndose hasta disolver el contenido. La misma jeringa, con otra aguja, llenándose a su capacidad tope con ese menjurje cuyo destino final iba a ser la humanidad del pequeño testigo. Si llevarlo a la habitación había sido complicado, mantenerlo ahí tras presenciar en vivo y en directo toda la preparación demandaba tremendo operativo.
La primera vez estaban solo mamá y el señor de la droguería (inyectología a domicilio, entre otros servicios). La segunda tocó reforzar con cualquier familiar disponible. A la tercera el inyectólogo llevaba ayudante. De la cuarta en adelante el vecino desocupado, el celador, el novio de la hermana mayor (interesado en ganar puntos con la suegra), la hermana mayor y cualquier otro pariente o amigo a la mano se unieron al equipo para atrapar, sujetar y tratar —infructuosamente— de calmar a Prota, durante pocos segundos —que a todos les parecían horas—, mientras aplicaban el medicamento.
El tratamiento surtió efecto y las inyecciones se cancelaron. Años después fueron necesarios más pinchazos por otras razones. El ya adolescente Prota cerraba los ojos, sudaba frío, temblaba pero se dejaba aplicar el respectivo remedio, o tomar la muestra de sangre. Con el pasó del tiempo perfeccionó el camuflaje de valor que oculta su cobardía inyectológica. También perfeccionó la sonrisa irónica que dibuja en su rostro cada vez que el torturador del momento pone cara de condescendencia y suelta la impajaritable frase: “Tranquilo, es solo un pinchazo y ya”.