Es hombre o mujer. Realmente el género no importa. En cambio, la edad es determinante. Debe parecer viejo. Si lleva o no más de 40 años sobre el planeta es secundario, pero a primera vista es fundamental que uno le calcule 50 o más.
No puede tener trabajo, porque su actividad le demanda disponibilidad de 24 horas diarias. Si vive en casa, esta debe disponer de ventana con vista a la calle. Si reside en apartamento, su puerta debe estar cerca de los pasillos, o de cualquier zona comunal.
Para efectos de quienes únicamente lo ven, nunca duerme, nunca come, nunca va al baño. Solo permanece tras la ventana, con ese rostro inexpresivo al cual le extraditaron la sonrisa, esperando el momento en el cual las circunstancias le permitirán entrar en acción.
La sola presencia de niños jugando ruidosamente - sus enemigos naturales - es suficiente. Entonces manotea tras el vidrio hasta que una fuerza, inusual para su edad, se convierte en esa voz cascada pero potente que grita “vayan a jugar a sus casas, vagos”.
Eso cuando se trata de residentes de casas, porque en los apartamentos la historia es distinta. En ellos, mientras los niños corren por pasillos y escaleras de repente se abre una puerta, y la misma voz cascada pero potente advierte “vayan a jugar a sus apartamentos y no molesten”.
La primera vez asusta, y hasta funciona. Pero sus pequeños vecinos pronto cogen confianza. Así que lo (la) ignoran. Sin embargo, tarde o temprano dos fuerzas se verán atraídas como imanes. Escrito está: el balón con el que se está jugando (fútbol, quemados, voleibol, cualquier cosa) irá a parar a casa del viejo (a) amargado.
En el mejor de los casos, caerá tras una barda, lo suficientemente segura para obligar a golpear la puerta si se aspira a la recuperación. En el peor, romperá un vidrio. En ambos, la voz cascada pero potente soltará todo su repertorio, incluyendo amenazas de denuncia a la junta comunal, el comité de vecinos, el CAI, la Policía, la Fiscalía, y lo que es peor... ¡a los padres!
De hecho, la única posibilidad de recuperación del redondo implemento deportivo es ir acompañado del progenitor, cuya juventud es inversamente proporcional a su actitud frente al viejito (a) de la ventana. Es decir, si es igual o más viejo que él (difícil pero posible), pueden ser hasta amigos. Pero si es menor, le tendrá respeto. Y si es mucho menor, le tendrá tanto o más miedo que sus propios hijos.
Así se pierden los balones.