jueves, 8 de octubre de 2015

De profesión regañado


Pobre Pablo fue el nombre de una telenovela y pobre Pablo es una forma de describir la vida de un tocayo del principal divulgador de la doctrina católica. Este Pablo, pobrecito, acumula más regaños por minuto que chofer de bus varado en autopista. Y todo por el fin de la Guerra Fría.

Explicamos: antes, el mundo se dividía en dos. Comunistas y Capitalistas. Uno escogía -o le escogían- bando. Y ya. Todo terminaba inscrito en el conflicto bipolar.  Pero un día esa pelea se acabó. Lo malo es que eso de escoger bando les quedó gustando. Entonces, cualquier tema pasó a ser un asunto ideológico, de principios, religioso. Una verdad revelada donde se  descarta cualquier otra opción.

¿Y cómo entra Pablo en la ecuación? Pues él, inocentemente, cuando le preguntan su opinión, hace algo peligroso, temerario e irracional. Da su propia opinión.

Al hacerlo, ignora que en el mundo se han ido juntando quienes tienen intereses comunes que poco a poco se van convirtiendo en una especie de evangelio. Los que dividen a los humanos en dos grupos: ellos, los iluminados que, por ejemplo, usan la bicicleta por ser el medio idóneo de transporte, y los contaminadores egoístas que andan en carro. O los defensores de los animales, opuestos a los bárbaros que insisten en la tauromaquia, en los zoológicos, en comer carne o en ponerle bozal a un perro bravo.

Pablo no niega la validez de algunos de estos argumentos, a veces hasta los comparte. Pero para su interlocutor de turno, el que no esté con él 100 por ciento está equivocado. Elementos de juicio adicionales como la evidencia, la ciencia, la experiencia o lo que esté pasando frente a sus narices no importan. Ellos solo ven su parte de la historia.

Sin embargo, nuestro protagonista no se rinde. Y de forma desprevenida ha intentado justificarle una hamburguesa al amigo vegetariano. Se atrevió a sugerir que en la educación moderna falta un poco de disciplina para los niños. Saludó a todos los asistentes (no a todos y todas). Manifestó dudas frente a las ventajas que repiten a los cuatro vientos los pregoneros de las nuevas tecnologías (por cierto estos, a su vez, se subdividen en grupos enfrentados de acuerdo con las marcas).

Hay más. Alguna vez calificó de bueno eso de la ecología, pero sin exagerar. Cuestionó que su peso ideal dependa de una fórmula matemática invariable. Expresó escepticismo frente a las medicinas no tradicionales. Discutió el planteamiento neoliberal que ubica esta doctrina como la única opción. Opinó –horror– que el vino es una bebida para misas y ocasiones especiales.

Y fue como si activara una grabación. El otro lado de la conversación no lo bajó de cavernícola. Le regalaron una perorata interminable con palabras como responsabilidad social, derechos humanos –o animales-, innovación, emprendimiento, visión, y, como no “discurso retrógado y egoísta”.

Invariablemente el diálogo –que a esas alturas es un monólogo– termina igual. El regaño a Pablo por su “intransigencia” y por no respetar la diversidad, lo que para su interlocutor equivale a acogerse incondicionalmente a su punto de vista.

Ahí es cuando, de verdad,  hace falta una Guerra Fría.