Hace mucho rato existen las tarjetas de crédito y hace menos rato aparecieron las débito. En tiempos lejanos, para hacer compras con la primera pedían cédula. Con las segundas su uso (retiros y compras) implicaba teclear una clave. Para la de crédito, un día dejaron de pedir la cédula, aunque todavía había que teclear la clave (a veces). Otro día se inventaron una tecnología sin clave, simplemente se pone cualquiera de los dos medios de pago encima del datáfono y ya. La vida se hizo más fácil para todos. O para casi todos.
Oliverio es uno de los representantes del “casi”. Forma parte de quienes se consideran víctima potencial de múltiples estrategias para despojarlos de su capital. Desde un sobreprecio derivado del estudio facial encaminado a detectar rasgos porcinos (que le vean cara de marrano y le cobren más cara la fruta); hasta el uso de avanzadas tecnologías dirigidas a mover el dinero de sus cuentas a destinos desconocidos. Eso le puede pasar a cualquiera. La diferencia es que Oliverio está seguro de que le va a pasar a él.
El tipo es ahorrativo al extremo (al extremo de que todos le dicen tacaño). Sus medidas de seguridad diarias son dignas de banco central. Solo sale a la calle con exactamente lo que piensa gastar. En la billetera carga un billete (como todo el mundo) de la más baja denominación posible (como poco mundo) para despistar en caso de atraco o minimizar la pérdida si le hacen algún cosquilleo. La plata real para gastos inmediatos va en algún bolsillo secreto de la chaqueta. El resto, si se requiere, está debidamente encaletado en una bolsa plástica en el zapato misterioso. Misterioso porque solo decide si será el derecho o el izquierdo mientras se viste, y porque es un misterio cómo va a sacar esa bolsita cuando llegue el momento de pagar. La bolsita, por cierto, también aplica para tarjetas débito y crédito. Una especie de pecuecash.
Así que la llegada de los sistemas de pago sin contacto fue una especie de tragedia en su lucha personal para proteger la parte líquida de su patrimonio. Porque la facilidad implícita aplica no solo para el titular y conocedor de la clave, sino para cualquiera que tenga la tarjeta. Y cualquiera puede ser algún pariente con exceso de confianza, alguien sin lazos de sangre pero con acceso al sitio donde se guarda la tarjeta e intenciones poco católicas, o simplemente un delincuente que en ejercicio de su oficio se apoderó del implemento y lo puede utilizar fácilmente mientras no esté bloqueado.
Son solo tarjetas. Pero qué tal que no fuera únicamente eso. Qué tal que fuera acceso a todas las cuentas, y a una billetera que en vez de cuero y papel moneda, tuviera gigas y bytes. Que con un solo dispositivo lo puedan, literalmente y sin mayor esfuerzo, dejar en ceros.
¿Quién correría un riesgo tan evidente? Mucha gente. ¿Y es que acaso ya ha pasado? Unas cuantas veces. Trasciende cuando la víctima es un “famoso”. Los detalles varían pero son tres actos. Acto uno, perdí el celular. Acto dos, cuando me di cuenta inmediatamente fui a ver. Acto tres, vi que me habían robado en… y arranca la lista de billeteras digitales, cuentas bancarias, servicios con pago en línea y demás aplicaciones diseñadas para facilitarle la vida a los usuarios, y de carambola a los delincuentes.
Sobra decir que Oliverio no tiene en su teléfono ninguna aplicación de esas. Y alcanzó a hacer un par de compras en línea desde el computador hasta que supo que obtener certificados de seguridad (el candadito y el https) puede ser un proceso complejo y exigente, que demanda identificación y requisitos exhaustivos, de trámite largo y difícil; … pero también algo gratuito y fácil de tramitar, que demanda pocos minutos y es completamente en línea, como alardean sus emisores.
Mientras escoge zapato para esconder la plata del día, el hombre la tiene clara. Ciertas compras, pagos y transacciones deben ser difíciles. O por lo menos, no tan fáciles.