Nadie pasa 24
horas haciendo su trabajo, no importa lo afiebrado, pobre o necesitado que sea.
En la vida siempre hay espacio para vida social, obligaciones familiares,
recreación, finanzas personales. Y ahí es cuando se evidencia que la gente tal
vez no es lo que hace, pero sí es como lo que hace.
Es obvio que los
pilotos actúan como pilotos cuando están “pilotando”, los médicos como médicos
cuando están “medicando” y los plomeros como plomeros cuando están
¿plomereando? No tan obvio pero real es
que el ejercicio constante de una actividad laboral genera actitudes que se
trasladan a la vida diaria. El nombre elegante es deformación profesional. Uno
no tan elegante es “mañas de”… repasemos algunas.
Comencemos por
la localía. Maña de periodista y de profesor es seguir hablando. Estos
personajes se ganan la vida comunicando información y conocimiento. Pero por fuera de la jornada laboral, algo impide apagar el reproductor de sonido.
En cualquier conversación, discusión o diálogo se sienten obligados a opinar, aportar,
concluir, es decir, meter la cucharada. O la pata, porque nadie puede ser
experto en todos los temas.
Una variante de
lo anterior son filósofos, pensadores, politólogos, semiólogos. Estos no hablan
tanto, pero todo lo que dicen debe ser trascendental. Les preguntan que quieren
para desayuno, y se despachan con media hora de discurso sobre la epistemología
del comienzo del día y la razón profunda del huevo. Así es con todo. No se les
puede preguntar la hora sin arriesgarse a la cátedra sobre la relatividad del
tiempo y el espacio.
Y hablando de
espacio, los seres humanos manejamos una cuadra, un barrio, una ciudad. Pero
quienes transportan personas o carga entre ciudades o países tienen otra concepción. La panadería favorita
del conductor de tractomula queda en Ipiales, aunque hay una muy buena en
Sutamarchán. La del piloto está ubicada en Barcelona, sin dejar de lado la de
Nueva Orleans donde venden esos pasteles tan sabrosos. Los puntos de referencia
del gremio transportador saltan de municipio y municipio, de frontera en
frontera. Nosotros compramos vino en el supermercado. Ellos lo hacen en el duty
free de Paris o en los expendios caseros de vino de palma al norte del Valle de
Cauca. Y sí, suena prepotente. Y sí, ellos no se dan cuenta.
La gente que puede compra casas o
apartamentos. Cuando son productos terminados se quedan así, terminados hasta
que el tiempo demanda reparaciones locativas A menos que quien los compre sea
un arquitecto o decorador profesional, gremios que sienten la obligación de modificar
cualquier espacio habitable adonde lleguen, tumbando muros donde los haya o
instalándolos donde no, reubicando cuartos, baños y cocinas y ajustando lo que
ya está hecho para que quede –en su concepto– hecho.
Podríamos seguir con ingenieros obsesionados
por entender, ajustar, reparar –y muchas veces dañar– cualquier máquina que se
atraviese en su vida, desde la licuadora hasta el ascensor. Médicos impecables
a la hora de diagnosticar y tratar enfermedades ajenas, pero indisciplinados,
tercos y necios cuando les toca asumir el papel de pacientes. Comerciantes que
buscan siempre el mejor precio y regatean desde paquete de papas en tienda
hasta corte y peinado en peluquería estrato seis. Y blogueros que siempre
quieren terminar con una frase memorable.