Un personaje común entre el público de las películas de
antes hoy, a duras penas, forma parte del recuerdo. Pista. Era el número tres. Para
ubicarlo, es importante señalar que las visitas del novio a su pareja no
siempre fueron como actualmente. Es decir, a cualquier hora. Y en la
habitación. Y con la puerta cerrada. Hubo un tiempo en el que esas mismas visitas
implicaban horarios estrictos bajo supervisión directa de los padres o su delegado. Las
demostraciones de cariño se limitaban a castos besos de saludo y despedida. Y
cogida de mano. A veces.
Para acceder a algo más interesante había dos opciones.
Casarse o buscar un ambiente que proporcionara cierta intimidad. Ahí volvemos a las salas de cine. Ir a
ver una película y cuando apagaran la luz… era todo un proceso. Primero, la invitación. El que invitaba era el novio.
Luego la novia pedía permiso a sus padres. Existía un modelo donde se integraban
los pasos y el novio invitaba a los padres… a que le dieran permiso a la hija.
Con la petición podían pasar tres cosas. La peor era una
negativa. La más peor era que los padres respectivos se interesaran en ver la película y convirtieran
la cita de pareja en paseo. Novio y
novia terminaban compartiendo oscuridad con papá, mamá, hermanos, hermanas,
primas, tías y tíos. Y de aquello, nada.
Pero no siempre la solicitud se convertía en plan familiar
sino en actividad de pareja. De pareja de tres. Alguien debía acompañarlos. El
candelero. Presupuestalmente no había problema. El respectivo padre, de buena
gana, asumía los costos. Pero eso le generaba fama de tacaño al novio así que
lo recomendable era presupuestar este gasto. Además, a veces incluía rubros adicionales, por ejemplo el soborno,
como veremos más adelante.
La nómina directa de candeleros de tiempo completo eran los
hermanos o hermanas. También estaba siempre disponible la tía que había
alcanzado cierta edad sin contraer matrimonio. La nómina variable –el outsourcing– incluía primos y primas, otros parientes y, en estratos sociales altos,
empleados o empleadas que prestaban servicios en el hogar.
Para efectos de los intereses de la pareja, la nómina
variable era la más conveniente. Se trataba de personas que, de un momento para
otro, se ganaban la opción de ver una película
gratis y que, una vez dentro del teatro, poca atención le prestaban a su
entorno.
Con la tía célibe no había términos medios. O guardiana
implacable, o alcahueta. Los hermanos contemporáneos o mayores podían ignorar
ciertas cosas, en proporción directa a
su simpatía hacia el novio de
turno. Las hermanas normalmente ignoraban todo, porque hoy por ti, mañana por mí.
El más complicado era el hermano menor. Este venía
previamente entrenado por los padres sobre lo que debía evitar y, más
importante aún, notificar. La buena noticia era que este vigilante implacable
era fácilmente sobornable. Una chocolatina, unos dulces, una buena dosis de
crispetas, (y en casos extremos ropa, juguetes o hasta efectivo) garantizaban
ceguera selectiva y, más importante aún, silencio.
El mundo evoluciona, lo que la moral antes sancionaba hoy en
día forma parte del paisaje. Ya no existen aquellos enviados especiales a las
salas de cine para garantizar, con su presencia, que las cosas no pasaran a
mayores entre las parejas cuando se apagaba la luz. Y hablando de luz, les
decían “candeleros”.