A través de la vida Laura ha afrontado diversos desafíos profesionales, todos superados. En temas más personales tuvo un par de relaciones estables que luego de algunos años culminaron en buenos términos. Esa faceta de su vida pasó a un segundo plano, opacada por su carrera.
El tiempo pasó, las metas se lograron y llegó el momento de tomarse la vida con calma y dedicar los recursos acumulados a conocer el mundo. Parientes cercanos y amigos, desafortunadamente, todavía no estaban en capacidad de darse esos lujos. Laura quería viajar, pero no sola. Así que decidió buscar en sus redes sociales antiguas conocidas que podían clasificar como compañeras de aventuras.
Encontró, como era de esperarse, un poco de todo. Una tendencia curiosa y tal vez más abundante de lo esperado fue la segunda (tercera, cuarta, etc) oportunidad o el romance crepuscular. Mujeres que al superar el cuarto o quinto piso conocieron un sujeto del mismo rango de edad o superior, una especie de galán otoñal, formalizaron una relación (de unión libre para arriba) y se dedicaron a compartir vida.
Múltiples imágenes publicadas en redes sociales evidenciaban el éxito de la experiencia sentimental tardía. Actividades en pareja o familiares, viajes nacionales e internacionales, incluso ceremonias matrimoniales religiosas o civiles. También evidenciaban un detalle, —menor, si se quiere— pero curiosamente reiterativo. Los tipos siempre, en diferentes grados eran, o estaban en camino de ser, calvos.
Los sujetos podían ser atléticos, gordos, altos, bajitos, nacionales o globalizados. Los había con pinta de gringos o rasgos de galán de novela turca, así como aquellos que parecían recién salidos del aguinaldo boyacense o de una parranda vallenata. Pero más allá de orígenes y aspectos, de las patillas para arriba el asunto se despejaba. A estos no se les podía regalar champú. O sí se podía, pero esa platica se perdió.
Las testas respectivas terminaban en diversos grados de peladez. Brillante, estilo bosque deforestado, con complejos tejidos que fracasaban en su intento de disimilar la migración capilar. Desde alopecia natural hasta aquella apoyada por el trabajo de algún peluquero, cuando el propietario de la coronilla respectiva se resigna a perder la batalla, coronaban a los compañeros de las antiguas conocidas.
Sin entrar en detalles, hay que decir que el destino le atravesó a Laura un potencial compañero. Este, por cierto, era el propietario de una perfecta cabellera. La relación se fortaleció con las ventajas que dan la edad, la experiencia y la solvencia económica de las dos partes. Y el pelo del tipo seguía siendo perfecto.
Demasiado perfecto. Pasaban las semanas y la parte superior de la cabeza se veía exactamente igual. Como si no creciera, no encanara, ni fuera necesario cortarla de vez en cuando. El peinado siempre era el mismo. Cada cabello ubicado en sitio fijo, sin ningún efecto visible de elementos naturales como viento o lluvia.
La curiosidad pudo más y un día Laura cruzó, vía internet, la imagen del sujeto con imágenes de pelucas y peluquines. Encontró cierto parecido, casi una coincidencia absoluta, entre la cabellera del sujeto y el producto de un catálogo en línea.
Encarado el hombre, no le quedó más remedio que aceptar su condición de usuario de prótesis capilares. Pero la historia no terminó ahí. Para demostrar la sinceridad de su interés, él realizó un acto inusualmente romántico en el restaurante lleno de gente donde se habían reunido.
Sí, se quitó la peluca.
Epílogo: Dicen que la edad no tiene nada que ver con el amor.
Y los hechos demuestran que, en ciertos casos, el cabello tampoco.