Aclaremos, aquí no estamos hablando de eso que llaman
políticamente correcto. Tampoco vamos a aportar elementos para esa discusión
medio esotérica sobre las intenciones subyacentes del lenguaje. Ese problema se
lo dejamos a los filólogos, los psicólogos, los sociólogos, los activistas y
los desocupados.
Aquí también somos desocupados, pero de los otros. De los
que pasamos por cierta cantidad de años y nos damos cuenta de que algunas
actividades, objetos, seres vivos, cualidades o condiciones ya no se llaman
así. Lo bueno es que da tema para las amilcaradas, como hicimos con ciclas y bicis, o con tintos y otras bebidas calientes.
Por ejemplo, siempre han existido perros cuyo árbol
genealógico combina tantas razas que es sencillamente imposible clasificarlos
en alguna. No se necesita ser un experto, solo hay que mirar ese aspecto donde
la cara es de gran danés con peluqueado de french
pooddle; las piernas de pastor alemán
con un toque de pequinés: el cuerpo alargado como de salchicha con un lomo que
evoca un rothweiller; y el color en algún punto entre cenizo y
beige con motitas. Pero como aquí no hablamos de etología sino de lenguaje, estos caninos eran los gozques. El gozque de la calle, el gozque del taller,
el gozque que nació de la perra del vecino (o de la perra propiedad de la vecina, con esa aclaración en la redacción para evitar confusiones) y que por
negocio o donación terminó integrado a
nuestra familia.
El gozque no es el único residente en el mundo de los caninos a prueba
de clasificación. Lo acompaña el perro criollo colombiano. Este también es el
resultado de una larga mezcla de razas en circunstancias no siempre aptas para
menores de edad. Este también pulula por calles y hogares. Este también tiene
una larga historia que a veces lo deja bien parado frente a homólogos con más
pedigrí. También le ha tocado ser el malo de la película. Ha sido héroe o villano, como salvador entrenado o
improvisado, o como transmisor de enfermedades. Y este también parece un
gozque. O mejor, los gozques parecen
perros criollos colombianos.
Es decir, que si se ve como gozque, suena como gozque y
camina como gozque… es un perro criollo
colombiano. Pero no parece aceptable llamar gozque al gozque.
Supongo que se pueden ofender. La palabra no es adecuada para escenarios
cultos. O es difícil de insertar en el mundo globalizado.
O simplemente es uno más de esos términos que por criterios
basados en la moda, la influencia extranjera, el esnobismo o la vergüenza de
aceptar lo que somos se cambian sin
ninguna necesidad.
Así fue como los fracasados se volvieron perdedores
(traducción del anglicismo loosers);
en los hoteles la gente dejó de registrarse para hacer check in, las historietas pasaron a llamarse cómics; la gente ya no divulga temas sino que los socializa y
cuestiones como estas se volvieron adecuadas para organizar conversatorios.
Por si las moscas, le sugiero prepararse. La próxima vez que
un can de los mencionados lo importune
en la calle, no se le ocurra decirle “chite gozque”. No señor, hay que decirle:
“Vete de aquí, perro criollo colombiano”.