Los 16 años de Paolita coincidieron con su grado de bachiller. Ella y su parentela despidieron con bombos y platillos el último año de colegio (preprom, prom, excursión, grado, fiesta en el club, etc.). El futuro se veía brillante para la pequeña de puntaje sobresaliente en los exámenes de Estado y cupo asegurado en cualquiera de las tres universidades adonde se había presentado.
Fue entonces cuando el padre le reveló una desagradable realidad. La familia no era inmune a la situación económica del país. Los malos resultados de los negocios habían reducido considerablemente la liquidez, capacidad de endeudamiento y patrimonio del clan. A duras penas habían logrado financiar el grado y sus gastos adicionales, porque en su círculo social era importante eso de guardar mínimas apariencias. Traducción: plata sí tenían, pero en lo justo para solventar lo básico.
Paolita se tomó la situación con sorprendente calma y madurez. Accedió a ingresar a la universidad oficial, donde la matrícula era lo de menos. Aun así en el hogar se aplicó un ajuste presupuestal, que hubiera envidiado el Fondo Monetario, con el fin de disponer de los fondos necesarios para otros costos derivados del proceso educativo.
Pero la naturaleza se coló mediante una jugada inesperada. Paolita era una chica pequeña y simpática. Entre noviembre, diciembre y enero, la tiroides decidió justificar su existencia y la niña sufrió lo que los médicos describen como crecimiento rápido y las abuelas llamaban “el estirón”. El resultado no le quitó simpatía, pero agregó una inusual cantidad de centímetros en la anatomía. Paolita, en tiempo récord, cogió pinta de Paola.
El problema fue que la ropa no creció al mismo ritmo de la joven y que el presupuesto familiar no estaba preparado para renovarle el clóset a nadie. Solo había una alternativa. Heredar.
De nada sirvieron llantos, pataletas, encierros, portazos, huelgas de hambre a la hora de la cena y mala cara permanente. El usado guardarropa de sus hermanas mayores (ay), su mamá (huuy) y sus tías (horror), se convirtió en la dotación de emergencia, por lo menos para el primer semestre.
Entre todas las prendas que conformaron la herencia destacaban cuatro atemporales e indescriptibles blusas blancas, bordadas con flores, que aullaban en la distancia. Paolita odió desde el primer momento a esos pedazos de tela, e inteligentemente se libró de ellas, vendiéndolas en un local de ropa usada entre la casa de sus tías y su propia residencia. Lo que le dieron apenas alcanzó para escala técnica en la panadería: un café y su respectiva dosis de carbohidratos.
A punta de creatividad, logró armar un ropero aceptable. Y seleccionando lo menos anacrónico, lo menos dañado, y sobre todo, lo menos usado, se preparó para el primer día de clase.
Enfundada en zapatos de hermana, blu yin de otra hermana, buzo de mamá y chaqueta de tía; Paolita llegó a la universidad en busca de nuevas amigas.
Desde ese día, no volvió a quejarse.
Sobre todo cuando reconoció, en cuatro de sus compañeras, sendas blusas blancas bordadas en flores.