jueves, 19 de noviembre de 2015

La saga del pollo perfecto


Las razones por las cuales Eduardo estaba antojado son asunto de psiquiatras y psicólogos. Aquí nos limitamos a los hechos. Esa noche, el hombre quería pollo asado. El problema era de tesorería.  Fin de mes, poca plata. Y de familia porque aunque él era el antojado, ni modo de dejar por fuera del banquete a su mujer y sus hijos.

Los gastos del trasteo habían menguado el presupuesto. El tipo estaba estrenando apartamento y barrio. Lo bueno era que su memoria proyectaba una imagen del día de la mudanza. Un negocio cuyo letrero proclamaba el precio adecuado. Y con adicionales.

El pollo asado tiene estratos. El más alto corresponde a cadenas de restaurantes tradicionales, producción industrial, locales impecables, personal uniformado y domicilios centralizados a través del call center. A medida que baja el estrato desaparecen elementos. Los restaurantes son independientes. La producción está a cargo del solitario asador y la multifuncional cocinera. Los locales no son tan impecables. El personal se viste como quiere, limitado por las regulaciones sanitarias (a veces). Los domicilios entran por el celular prepago del dueño. Y cada cambio de estos va bajando el precio.

El negocio que recordaba Eduardo parecía carecer de domicilios, ser bastante flexible en la parte estética –tanto del personal como del local– e incluir opciones como “almuerzo” a precios sospechosamente cómodos. Se trataba de buscarlo. Así que el hombre se bajó del bus y empezó a callejear. 

Ahí fue cuando descubrió que si algo abundaba en su barrio eran los asaderos de pollo. De todos los precios y para todos los gustos. Fueron como dos horas calle arriba y calle abajo mirando menús o preguntando hasta que apareció el negocio de marras. La mesera-cajera-cocinera explicó que el pollo incluía papa y arepa. Como el hijo de Eduardo tenía su pelea particular con los tubérculos, el hombre pidió plátano.

Transcurrieron veinte minutos adicionales hasta que el pedido llegó convenientemente envuelto. ¿Cuánto es? ¡Cuánto! La cifra superaba la del letrero promocional. Le explicaron que el plátano era adicional. Que pena señora, no sabía, ¿será que lo podemos quitar? Claro señor, no hay problema

Problema no hubo, pero afán tampoco, 20 minuto más mientras se reorganizaba el pedido. Y a la hora de pagar, la infaltable pregunta ¿No tiene más sencillo? Los recursos del pollo formaban parte de un billete de 50 mil cuyo destino estaba milimétricamente repartido entre servicios públicos, mercado básico, y la cuota para la tía de los perfumes. 20 minutos más mientras el asador-mesero-mensajero consiguió cambio.

Cuando llegaron las vueltas Eduardo, afanado y preocupado por tener a su familia aguantando hambre, partió a paso presuroso. Creyó oír algo mientras se alejaba, casi al trote. Caminó bastante, porque el negocio era lejos de su casa. Llegó. Tarde, pero llegó. Abrió su morral y… no había pollo.

En el mostrador del negocio de marras reposaba su pedido, olvidado en medio del afán.

Esa noche, el pollo perfecto en la mesa de Eduardo mutó a huevos con cebolla y tomate improvisados por su recursiva esposa, complementados con arroz de la olla.

El antojo continúa.