Las razones por las cuales
Eduardo estaba antojado son asunto de psiquiatras y psicólogos. Aquí nos
limitamos a los hechos. Esa noche, el hombre quería pollo asado. El problema
era de tesorería. Fin de mes, poca plata. Y de familia porque aunque él era el antojado,
ni modo de dejar por fuera del banquete a su mujer y sus hijos.
Los gastos del trasteo habían
menguado el presupuesto. El tipo estaba estrenando apartamento y barrio. Lo
bueno era que su memoria proyectaba una imagen del día de la mudanza. Un
negocio cuyo letrero proclamaba el precio adecuado. Y con adicionales.
El pollo asado tiene estratos. El
más alto corresponde a cadenas de restaurantes tradicionales, producción
industrial, locales impecables, personal uniformado y domicilios centralizados
a través del call center. A medida que baja el estrato desaparecen elementos.
Los restaurantes son independientes. La producción está a cargo del solitario
asador y la multifuncional cocinera. Los locales no son tan impecables. El
personal se viste como quiere, limitado por las regulaciones sanitarias (a
veces). Los domicilios entran por el celular prepago del dueño. Y cada cambio de estos va bajando el precio.
El negocio que recordaba Eduardo
parecía carecer de domicilios, ser bastante flexible en la parte estética
–tanto del personal como del local– e incluir opciones como “almuerzo” a
precios sospechosamente cómodos. Se trataba de buscarlo. Así que el hombre se
bajó del bus y empezó a callejear.
Ahí fue cuando descubrió que si algo abundaba en su barrio eran los
asaderos de pollo. De todos los precios y para todos los gustos. Fueron como dos horas calle
arriba y calle abajo mirando menús o preguntando hasta que apareció el negocio
de marras. La mesera-cajera-cocinera explicó que el pollo incluía papa y arepa.
Como el hijo de Eduardo tenía su pelea particular con los tubérculos, el hombre
pidió plátano.
Transcurrieron veinte minutos
adicionales hasta que el pedido llegó convenientemente envuelto. ¿Cuánto es? ¡Cuánto! La cifra superaba la del letrero promocional. Le explicaron que el
plátano era adicional. Que pena señora, no sabía, ¿será que lo podemos quitar?
Claro señor, no hay problema
Problema no hubo, pero afán
tampoco, 20 minuto más mientras se reorganizaba el pedido. Y a la hora de
pagar, la infaltable pregunta ¿No tiene más sencillo? Los recursos del pollo
formaban parte de un billete de 50 mil cuyo destino estaba milimétricamente repartido
entre servicios públicos, mercado básico, y la cuota para la tía de los
perfumes. 20 minutos más mientras el asador-mesero-mensajero consiguió cambio.
Cuando llegaron las vueltas
Eduardo, afanado y preocupado por tener a su familia aguantando hambre, partió
a paso presuroso. Creyó oír algo mientras se alejaba, casi al trote. Caminó
bastante, porque el negocio era lejos de su casa. Llegó. Tarde, pero llegó.
Abrió su morral y… no había pollo.
En el mostrador del negocio de marras reposaba su pedido, olvidado en medio del afán.
En el mostrador del negocio de marras reposaba su pedido, olvidado en medio del afán.
Esa noche, el pollo perfecto en
la mesa de Eduardo mutó a huevos con cebolla y tomate improvisados por su
recursiva esposa, complementados con arroz de la olla.
El antojo continúa.