miércoles, 30 de enero de 2008
Pedalazos 1. Así nacen los ciclistas
Tiene que ver con el comercio. Pero no el de ahora, con esos almacenes que parecen aeropuertos. Hablamos del comercio clásico, conformado por negocios especializados en determinadas líneas. Textiles, por ejemplo. De almacenes largos, con zona de atención al público, vitrinas, y una oficina medio encaletada para que el dueño atendiera sus visitas y el contador justificara sus honorarios.
En algún rincón, escondido para evitar incómodas solicitudes de préstamo estaba el baño. Con ínfulas de vestier, pues además de los muebles obvios incluía “lockers” para que las vendedoras cambiaran el suéter diario por el delantal.
Encima o en lo que fuera la ducha de ese mismo baño, algún recursivo carpintero había montado una estructura de madera para aquellos productos que no cabían en la vitrina, o de los cuales había suficientes ejemplares en exhibición. Recibía el pomposo nombre de depósito.
Y allí estaba. Nadie sabía su origen exacto. Era una vieja - muy vieja - turismera. Llantas de rin ancho, frenos de varilla. Parrilla, guardabarros. Nada que ver con las monaretas - bicicleta “in” de la época -, las cuasiaerodinamicas de semi con las que los aprendices de escarabajo desafiaban la subida a Patios o las ultralivianas de carrera que conformaban el estrato 6 de las bicicletas en los años 80.
Esa vieja enbodegada estaba destinada al muchacho oficios varios. Momento para repasar el organigrama de los almacenes tradicionales. Un administrador (a), que muchas veces era el mismo dueño. Una joven - o veterana - con algunas habilidades matemáticas en calidad de cajera, y un equipo variable - en edad, cantidad, experiencia y aspecto - de vendedoras, de acuerdo con el tamaño del negocio.
Y, por supuesto, el pelao. O el joven. O el chino. O el ayudante. O el secretario. Algún muchacho en edad de estudiar que no pudo o no quiso estudiar, y que sin saber hacer nada hacía de todo. Era el que abría y cerraba el almacen, hacía los mandados, ayudaba a organizar el depósito, cargaba los baldes mientras se trapeaba, subía y bajaba los bultos pesados, empacaba y entregaba paquetes y atendía clientes cuando no alcanzaban las vendedoras.
La atracción entre él y la vieja enbodegada era una especie de amor a primera vista. Algún domingo sin turno se conseguía un par de herramientas, y previo permiso del patrón, convertía esos tubos semioxidados en algo con capacidad de movilización. Luego, - con recursos propios o financiado por el almacén -, una visita al amigo bicicletero solucionaba los aspectos de alta tecnología (centrada, cambio de rayos defectuosos, ajuste de guayas, desmonte y engrase de ejes) - hasta que la antigua turismera despertaba de su sueño de pedales y neumáticos.
Había nacido un nuevo ciclista callejero.
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