jueves, 30 de julio de 2015

Comerse... ¿eso?


Aclaremos primero. A Gonzalo le gusta comer bien. Sin exagerar, pero sin aguantar hambre. Ahora, la comida entra por los ojos. Gonzalo ve muy bien. Y existen alimentos que pueden ser deliciosos, pero cuya presencia espantaría al sobreviviente de la peor de las hambrunas.

Empecemos por lo moderno. Helados. Antes había cinco sabores básicos, cada uno con su color correspondiente y fácilmente identificable. Hoy, por cuenta de la apertura y algún químico desempleado se multiplicaron las alternativas, con unas mezclas cromáticas capaces de desinflar el apetito más voraz.

Un ejemplo. Rojo como el más sensual de los labios, rojo como la sangre, rojo como la camiseta del Santafé.... rojo como para que se lo coma Drácula, porque a mí - dice Gonzalo - ni me acerquen esa cosa.

La otra moda son los combinados. Entonces ya viene de una vez el caramelo con vainilla, o el chocolate con coco. Eso parece materia prima de artesano de Ráquira. Y ni hablar de lo que evocan algunos colores más fuertes. No gracias.

El helado, por decir algo simbólico, es solo la punta del iceberg. Un clásico atentado a la estética visual son los potajes, coladas, purés, y potecas. Masas informes arrojadas sobre el plato, de cuyo interior parece que, en cualquier momento, fuera a salir una mano peluda a estrangularnos.

Alguna razón debe haber para que uno de los primeros actos inteligentes de los bebés sea abandonar las compotas, máxima expresión de la comida en versión plastilina. Hasta los primeros astronautas protestaron cuando trataron de alimentarlos con algo parecido a crema dental pero de colores.

Para rematar, no falta el cocinero creativo que perfecciona la terrorífica obra, colocando un par de cerezas (si es dulce) o cebollitas (si es salado) a manera de ojos. En ese momento Gonzalo, y los demás seres humanos con corazón se sienten antropófagos frente a la masa que, para rematar, siempre se parece a alguien conocido.

Y hablando de ojos, debían estar prohibidos por decreto. Esos ojos de lechona, que sindican a todos los marranicidas del mundo. Esos ojos de pescado, que de reojo desde el plato nos recuerdan que alguna vez vieron los mares, y sobre todo, - como dice Ana María Shua, escritora argentina- los huevos fritos, que miran con asombro, con terror, desorbitados.