jueves, 11 de agosto de 2016

Crónicas de histerias piramidales

Comenzó cuando Parra llegó con la propuesta. La  noche anterior había sido reclutado por su hermana –la de Parra–. Ella, a su vez, llegó a la tierra prometida por cuenta de una vecina. Y la vecina  gracias a su suegra y así sucesivamente. El asunto es que Parra venía decidido a cumplir su cuota ante la promesa de dinero fácil con una mínima inversión. Y con la misma explicación financiero-matemático-milagrosa regó el virus entre compañeros de oficina que, a su vez. lo repitieron por toda la empresa y sus alrededores.

Pasado un tiempo las esperadas ganancias nunca llegaron. Los estratos económicos de los inversionistas solo variaron un poco –hacia abajo–.  Este caso no tuvo las características dramáticas de otros similares que incluyeron liquidación total o parcial de propiedades, apuestas fallidas con los ahorros de toda una vida o aplazamiento de inversiones largamente planeadas para ganarse esos pesitos adicionales que todavía no han aparecido.

Pero la fiebre piramidal en versión empresarial sí dejó su anecdotario. Parra perdió unos cuantos amigos y muchos saludos. Solo unos pocos escépticos se mantuvieron al margen del negocio. Otro grupo se salvó porque no alcanzó a concretar la transacción antes de que cundiera el pánico. Estos dos últimos conglomerados reiteraron –en el primer caso– y adhirieron a –en el segundo– la advertencia  inicial.  En tono triunfal, por supuesto: “Yo les dije que eso era una pirámide”.

Los comportamientos compulsivos se volvieron rutina, por  ejemplo el de la secretaria y el mensajero que gastaron su plan entero de teléfono y datos consultando el saldo de su invariable cuenta de ahorros. El del usuario entusiasta que alcanzó a redactar la carta de renuncia, a  pasarla y a recuperarla a tiempo gracias a la incompetencia en el manejo de la correspondencia –o al sentido común, nunca se supo– de la secretaria de personal.

La absoluta  ausencia de ganancias se vio compensada por la sobredosis de cuentas, de cuentas alegres.  Cualquier reunión de dos personas para arriba inevitablemente tocaba el tema de los viajes, los muebles, las joyas, las actualizaciones tecnológicas,  los  gustos eternamente aplazados que ahora sí se harían realidad. Comidas en restaurantes inalcanzables, ropa de diseñador original, teléfonos inteligentes de última generación,  educación de la mejor calidad para los hijos o, en el menos ambicioso de los casos, ir de compras sin fijarse en los precios.

Incluso cuando los hechos aplastaron los sueños, hubo quienes nunca perdieron la fe. El hecho que aplica para ellos es que no la han perdido todavía. Aún esperan la multiplicación de los pesos.  Ellos no le hicieron reclamos airados a Parra, ni intentaron obtener información adicional para llegar a la –literal– cima de la pirámide. Ellos no han ido compungidos a confesarle a su pareja el destino incierto de los dineros perdidos porque para ellos, insistimos, esa platica no se perdió,  no se ha perdido… todavía.

Los optimistas, los molestos, los frustrados, los enfurecidos, los resignados, los soñadores, los sobrevivientes. Todos arrastrados por el sueño de la plata fácil. Protagonistas de una histeria colectiva que se hubiera evitado aplicando ese sabio principio de tiempos no tan lejanos,  pero más inteligentes: “de eso tan bueno… no dan tanto”.