Comenzó cuando Parra llegó con la propuesta. La noche anterior había sido reclutado por su
hermana –la de Parra–. Ella, a su vez, llegó a la tierra prometida por cuenta de
una vecina. Y la vecina gracias a su
suegra y así sucesivamente. El asunto es que Parra venía decidido a cumplir su
cuota ante la promesa de dinero fácil con una mínima inversión. Y con la misma
explicación financiero-matemático-milagrosa regó el virus entre compañeros de oficina que, a su vez. lo repitieron por toda la empresa y sus alrededores.
Pasado un tiempo las esperadas ganancias nunca llegaron. Los
estratos económicos de los inversionistas solo variaron un poco –hacia
abajo–. Este caso no tuvo las
características dramáticas de otros similares que incluyeron liquidación total o parcial
de propiedades, apuestas fallidas con los ahorros de toda una vida o
aplazamiento de inversiones largamente planeadas para ganarse esos pesitos
adicionales que todavía no han aparecido.
Pero la fiebre piramidal en versión empresarial sí dejó su
anecdotario. Parra perdió unos cuantos amigos y muchos saludos. Solo unos pocos
escépticos se mantuvieron al margen del negocio. Otro grupo se salvó porque no
alcanzó a concretar la transacción antes de que cundiera el pánico. Estos dos
últimos conglomerados reiteraron –en el primer caso– y adhirieron a –en el
segundo– la advertencia inicial. En tono triunfal, por supuesto: “Yo les dije
que eso era una pirámide”.
Los comportamientos compulsivos se volvieron rutina,
por ejemplo el de la secretaria y el
mensajero que gastaron su plan entero de teléfono y datos consultando el saldo
de su invariable cuenta de ahorros. El del usuario entusiasta que alcanzó a
redactar la carta de renuncia, a pasarla
y a recuperarla a tiempo gracias a la incompetencia en el manejo de la
correspondencia –o al sentido común, nunca se supo– de la secretaria de
personal.
La absoluta ausencia
de ganancias se vio compensada por la sobredosis de cuentas, de cuentas
alegres. Cualquier reunión de dos
personas para arriba inevitablemente tocaba el tema de los viajes, los muebles,
las joyas, las actualizaciones tecnológicas,
los gustos eternamente aplazados
que ahora sí se harían realidad. Comidas en restaurantes inalcanzables, ropa de
diseñador original, teléfonos inteligentes de última generación, educación de la mejor calidad para los hijos
o, en el menos ambicioso de los casos, ir de compras sin fijarse en los
precios.
Incluso cuando los hechos aplastaron los sueños, hubo quienes
nunca perdieron la fe. El hecho que aplica para ellos es que no la han perdido
todavía. Aún esperan la multiplicación de los pesos. Ellos no le hicieron reclamos airados a
Parra, ni intentaron obtener información adicional para llegar a la –literal– cima de la pirámide. Ellos no han ido compungidos a confesarle a su pareja el
destino incierto de los dineros perdidos porque para ellos, insistimos, esa
platica no se perdió, no se ha perdido…
todavía.
Los optimistas, los molestos, los frustrados, los
enfurecidos, los resignados, los soñadores, los sobrevivientes. Todos
arrastrados por el sueño de la plata fácil. Protagonistas de una histeria
colectiva que se hubiera evitado aplicando ese sabio principio de tiempos no
tan lejanos, pero más inteligentes: “de
eso tan bueno… no dan tanto”.