((Tercer acto))
Sinopsis. Iban para un entierro. cada uno por sus razones personales. Pero el protagonista, la viuda del difunto y la tía solterona, a causa de un tipo gordo, están en el cortejo fúnebre equivocado. Ninguno sabe para donde va el correcto. Sin embargo, parece que al fin la viuda se acordó donde es.
Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.
Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.
Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.
Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.
Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.
“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.
“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.
Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.
“Quiero ir al baño”.
Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.
Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.
El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.
Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.
Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.
Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.
Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.
Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.
Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.