jueves, 16 de junio de 2016

El arte de no saludar


Saludar es  relativamente fácil.  Se puede ser efusivo, con grito, beso y abrazo; o se puede ser parco, con un leve arqueo de cejas o una pequeña señal de mano. Entre esos dos extremos se admiten todas las variantes. Con respecto a quien saluda primero, se puede acudir a la urbanidad de Carreño para conocer el reglamento respectivo.

Pero la realidad es que muchas veces no queremos saludar. Y para eso no hay normas, sino que rige la ley de la selva. El más vivo se abstiene. El más diplomático ignora. El más grosero no responde. El resto (o sea usted, yo, y el 99 por ciento de los colombianos), se traumatiza  tratando de ejercer el arte de no saludar.   

La situación más común es una calle. Caminamos norte - sur. La persona que estamos evitando viene de sur a norte. Pocos metros antes nos percatamos de su presencia. Primera reacción, cruzar la calle. Mala idea porque tenemos afán, hay mucho tráfico o no podemos ser tan ridículos

Así que seguimos avanzando hasta que se acaba la disculpa de la distancia. Viene entonces la fase dos, o el arte de desviar la mirada. Las mujeres clavan los ojos en el piso. Los hombres miran la calle, miran el cielo, miran la hora o miran al frente, entendiendo por frente una línea imaginaria que no permite ver a la persona que está al frente.

(En realidad es bastante complicado. No intentaré explicarlo más, porque tres matemáticos, dos oculistas, dos oftalmólogos, un ingeniero calculista y un tipo que se metió de sapo se suicidaron cuando trataron de  hacerlo)

En ese momento hay dos posibilidades. La otra persona tampoco quiere saludar, lo que implica un tranquilizador acto de ignorancia mutua, o sí quiere, nos ve y - lo peor de todo -, nos saluda.

Ante la última y terrorífica eventualidad, nos quedan tres opciones. Uno, hacernos los pendejos. Dos, responder con una señal apenas imperceptible, aplicando la ley del tinto (no se le niega a nadie), y tres, tragarnos el orgullo, y responder de la misma manera, y rogar a Dios para que la otra persona no tenga ganas de conversar.

Eso de ser grosero es un problema.

Más cuando uno quiere hacerlo educadamente.