jueves, 10 de diciembre de 2015

El tesoro del tatarabuelo


La leyenda había pasado de generación en generación entre los miembros de la familia. Decían que en algún punto abandonado de las montañas del pueblo lejano donde vivió el Tata San Jorge – tatarabuelo de los San Jorge del siglo 21-  estaba el tesoro.

Nadie tenía claridad sobre el contenido del mismo. Una versión hablaba de morrocotas, otra de implementos religiosos de oro, había una tercera con ornamentos indígenas forrados en esmeraldas. El lugar donde reposaba el entierro, era, por supuesto, un secreto que se había ido a la tumba junto con el Tata. Los hijos de este, lease bisabuelos, lo buscaron con vehemencia pero no encontraron nada. La siguiente generación –abuelos– también cogió monte con menos entusiasmo pero iguales resultados.

Algunos padres lo intentaron, aunque más en plan de paseo que de arqueólogos. A ellos les fue mejor. Tampoco localizaron nada, pero en medio de las montañas la familia se creció. En una de esas excursiones concibieron a Augusto. Augusto San Jorge.

El hombre pasó por la infancia hace rato, se casó, tuvo sus hijos y los vio crecer. Por ejemplo Maria del Carmen, que terminó sus estudios de enfermería y labora en un ancianato. Una noche llegó más acelerada que de costumbre a preguntar por las muy antiguas fotos del tatarabuelo que reposaban en un baúl del cuarto de San Alejo.

Hora de sorpresas. La misma imagen en la que el viejo posaba al lado de un caballo y de un niño peón –esos eran malos tiempos para los derechos de la infancia– estaba en una amarillenta copia que María del Carmen tenía en sus manos. Su propietario era un paciente del asilo muy, pero muy viejo, que aseguraba ser el niño de la foto.

Así que Augusto y el resto de la familia le montaron excursión al viejo. Y en efecto, pese a sus años recordaba cosas que confirmaron el nexo con el Tata San Jorge. Y aunque no era la intención, alguien habló del tesoro y el hombre, sin darle mayor importancia pero sin dudar soltó la bomba: “Claro, el Tata San Jorge me dijo exactamente dónde estaba”.

Augusto, hasta el cuello de deudas y con la estabilidad laboral de un lápiz parado en la punta abrió ojos como platos al tiempo que en su cerebro comenzaba a tintinear la caja registradora. Pidió detalles y el viejo comentó como el Tata San Jorge había ido a visitarlo y le había entregado referencias acerca del punto en el que había almacenado su fortuna. ¿Que si los recordaba? ¡Cómo si hubiera sido ayer!

En medio de la emoción, el tataranieto y la siguiente generación de tatatas comenzaron a bombardear al hombre con preguntas en las que predominaba el interrogativo dónde. Maria del Carmen, finalmente la que tenía experiencia con la tercera edad, fue quien formuló los dos interrogantes fundamentales.

El primero. Y por qué, conociendo la ubicación del tesoro nunca lo había buscado. “Yo ya estoy muy viejo para esto, señorita”.  ¿Viejo? ¿Acaso, cuándo le habían entregado la información.

“La semana pasada señorita, después de que usted vino y se llevó la foto el Tata San Jorge vino a visitarme. Junto con Simón Bolívar, San Pedro y Napolón Bonaparte que vienen todas las noches, si viera cómo conversamos de bueno”…