La leyenda había pasado de generación en
generación entre los miembros de la familia. Decían que en algún punto
abandonado de las montañas del pueblo lejano donde vivió el Tata San Jorge –
tatarabuelo de los San Jorge del siglo 21-
estaba el tesoro.
Nadie tenía claridad sobre el contenido del
mismo. Una versión hablaba de morrocotas, otra de implementos religiosos de
oro, había una tercera con ornamentos indígenas forrados en esmeraldas. El
lugar donde reposaba el entierro, era, por supuesto, un secreto que se había
ido a la tumba junto con el Tata. Los hijos de este, lease bisabuelos, lo
buscaron con vehemencia pero no encontraron nada. La siguiente generación
–abuelos– también cogió monte con menos entusiasmo pero iguales resultados.
Algunos padres lo intentaron, aunque más en
plan de paseo que de arqueólogos. A ellos les fue mejor. Tampoco localizaron
nada, pero en medio de las montañas la familia se creció. En una de esas
excursiones concibieron a Augusto. Augusto San Jorge.
El hombre pasó por la infancia hace rato,
se casó, tuvo sus hijos y los vio crecer. Por ejemplo Maria del Carmen, que
terminó sus estudios de enfermería y labora en un ancianato. Una noche llegó
más acelerada que de costumbre a preguntar por las muy antiguas fotos del
tatarabuelo que reposaban en un baúl del cuarto de San Alejo.
Hora de sorpresas. La misma imagen en la
que el viejo posaba al lado de un caballo y de un niño peón –esos eran malos
tiempos para los derechos de la infancia– estaba en una amarillenta copia que
María del Carmen tenía en sus manos. Su propietario era un paciente del
asilo muy, pero muy viejo, que aseguraba ser el niño de la foto.
Así que Augusto y el resto de la familia le
montaron excursión al viejo. Y en efecto, pese a sus años recordaba cosas que
confirmaron el nexo con el Tata San Jorge. Y aunque no era la intención, alguien
habló del tesoro y el hombre, sin darle mayor importancia pero sin dudar soltó
la bomba: “Claro, el Tata San Jorge me dijo exactamente dónde estaba”.
Augusto, hasta el cuello de deudas y con la
estabilidad laboral de un lápiz parado en la punta abrió ojos como platos al
tiempo que en su cerebro comenzaba a tintinear la caja registradora. Pidió
detalles y el viejo comentó como el Tata San Jorge había ido a visitarlo y le
había entregado referencias acerca del punto en el que había almacenado su
fortuna. ¿Que si los recordaba? ¡Cómo si hubiera sido ayer!
En medio de la emoción, el tataranieto y la
siguiente generación de tatatas comenzaron a bombardear al hombre con preguntas
en las que predominaba el interrogativo dónde. Maria del Carmen, finalmente la
que tenía experiencia con la tercera edad, fue quien formuló los dos
interrogantes fundamentales.
El primero. Y por qué, conociendo la
ubicación del tesoro nunca lo había buscado. “Yo ya estoy muy viejo para esto,
señorita”. ¿Viejo? ¿Acaso, cuándo le
habían entregado la información.
“La semana pasada señorita, después de que
usted vino y se llevó la foto el Tata San Jorge vino a visitarme. Junto con
Simón Bolívar, San Pedro y Napolón Bonaparte que vienen todas las noches, si
viera cómo conversamos de bueno”…