Esta es una
historia de hace 30 años. Por tanto, requiere un contexto para nuevas
generaciones. Hablamos de un mundo donde no existían tarjetas débito, cajeros
automáticos ni mucho menos transacciones electrónicas. Pero la gente trabajaba
y recibía salario mensual o quincenal, generalmente en cheque o en efectivo.
Lo que sí existía
eran los buses y los conductores atarvanes. Buses mucho más llenos que los de ahora de
los que colgaban racimos humanos y donde el interior se caracterizaba por
aprovechar al máximo cada centímetro cuadrado. Y choferes que en cada frenazo,
curva y arranque sacudían su contenido –el del bus– como quien bate licores en
una coctelera.
Es quincena y
nuestra protagonista –es mujer– ya recibió su cheque. Hizo la respectiva cola
en el banco donde el título valor se convirtió en un rollo de billetes que
quedó estratégicamente guardado en la cartera, debidamente asegurada mediante
el cierre de la cremallera.
Y aquí entran a
escena el bus y el chofer de turno. Como puede, la protagonista se abre paso y
logra sentarse al lado del pasillo. En pocos momentos el automotor está
repleto. Parada a su lado hay una señora malencarada, gorda, vestida con
delantal. Y en una curva, arranque o frenazo la “vecina” se le va encima.
Pasado el momento
de roce social, la heroína mira y descubre, primero con sorpresa y luego con
miedo, que la cremallera de su cartera está abierta. En medio de su estupor
mira hacia el delantal de la señora del lado y ve, en un bolsillo, un familiar
rollo de billetes.
Mil ideas pasan por
su cabeza. Armar un escándalo, guardar silencio, buscar ayuda. De repente otro
movimiento brusco del carro empuja nuevamente a la señora sobre la
protagonista. Ella no lo piensa, solo manda la mano al bolsillo, recupera el
rollo de billetes, lo guarda en la cartera y ajusta el cierre.
El resto del
proceso es automático. Levantarse, llegar a la puerta, bajarse. Tomar otro bus
y llegar a la seguridad del hogar, donde, ya en la intimidad de su habitación,
con el corazón acelerado y la adrenalina en su punto más alto abre la cartera
y…
… encuentra no uno,
sino dos rollos de billetes.
Uno, ordenado, tal
y como se lo entregaron en el banco con su quincena completa. Y otro conformado
por billetes de baja denominación, cuyo monto total puede asimilarse a lo que
recogería, digamos, una vendedora de plaza de mercado en un día de trabajo.
Como el presupuesto
no da para psicoanalista –y en esos tiempos tampoco estaba tan de moda – la
historia termina en un confesionario. El padre, entre sorprendido y divertido,
recomienda donar el dinero del segundo rollo a alguna obra de caridad antes de
absolver a quien, internamente, quedará marcada para siempre como…