Gilberto hizo cuentas y se dio cuenta. No cuadraban. O dejaba de comer, o dejaba de
pagar arriendo, o dejaba de pagar servicios o sacaba a los hijos del colegio...
o conseguía más plata.
El, su esposa y sus tres hijos eran, en cierta forma, gente con
suerte. Los cónyuges tenían ambos empleo, los hijos estudiaban y nunca les
había faltado lo esencial. Pero la situación había llevado la tijera de las
cuentas familiares a su punto límite.
Ya eran historia las comidas callejeras, los viajes recreativos, y
las compras suntuarias (o sea, todo lo que no fuera alimento básico, o
elementos para mantener un nivel mínimo de aseo). Una prenda de vestir sólo se
renovaba cuando no aceptara un remiendo o una remonta más. La palabra
desechable había desaparecido de su lenguaje, porque todo era reutilizado hasta
su última posibilidad. Y sin embargo, no alcanzaba.
Así que Gilberto tuvo que empezar a pensar en una vieja oferta de El Paisa. El Paisa era dueño de un negocio de comida en el terminal que funcionaba 24 horas. Para ahorrarse
prestaciones, no contrataba empleados permanentes, sino que tenía turnos
nocturnos semanales. Y en alguna ocasión le había propuesto que si le quedaba
tiempo ahí se podía ganar unos pesos.
La operación mesero nocturno entró en marcha. Existía, sin embargo,
un problema llamado jefe. El jefe de Gilberto en el que llamaremos su empleo uno. Un jefe que, como todos los jefes, vivía bien, no
tenía problemas de plata, supervisaba constantemente la labor de sus
subalternos y consideraba el trabajo un compromiso exclusivo e ineludible. El
jefe era envidia de todos sus empleados, más que por su poder, por su
estabilidad financiera en tiempos de crisis. Hasta tenía carro.
Así que Gilberto tomó medidas para evitar que el superior sospechara.
Negoció un turno que en nada se cruzaba con su horario normal. No hizo ningún comentario de su actividad
complementaria en la empresa. Y al fin, una noche de jueves, se dispuso a
comenzar.
No había acabado de llegar cuando le pidieron atender a su primer
cliente. Tomó el pedido y fue al mostrador a pasarle el dato al cocinero que se
parecía muchísimo a....
...No se parecía, era ¡el jefe!
Mientras Gilberto lo miraba con cara de estúpido, su superior
jerárquico explicó con voz resignada.